martes, 24 de abril de 2012

Retazos de cultura canaria según el explorador inglés Richar Francis Burton en 1865,


Retazos de cultura canaria según el explorador inglés Richar Francis Burton en 1865,


[…] (La Laguna) Hay una Corriera [six] o Corso (calle principal) ge­neralmente vacía, y también la gran y desierta Plaza del Adelantado, del conquistador Lugo. Las armas de este último, con su lanza y su bandera, están expuestas en el Ayuntamiento; no admiro lo comercial de su lema:
Quien lanza sabe tener, Ella le da de comer.
Conquistar no puede nombrarse con el mismo aliento que «ga­narse el pan». Ahí también está el escudo de armas de Teneri­fe, dado en 1510; Miguel Arcángel, el predilecto del invasor, se erige incombustible sobre los vómitos ardientes del pico de Nivaria, y esta grandiosa visión del monte custodiado dio pie a unos versos satíricos de Viera:
Miguel, Ángel Miguel, sobre esta altura Te puso el Rey Fernando y Tenerife; Para ser del asufrej nieve fría Guardia, administrador y almoxarife.
Las calles desiertas eran largas hileras con un sucio canal en el medio. Algunas casas de piedra eran altas, admirables, sólidas e imponentes; entre ellas el pabellón de los Condes de Salazar, la enorme y sólida morada de los marqueses de Nava, y las mansio­nes de los Villanuevas del Prado. Pero la fiebre amarilla había ahuyentado a la mitad de la población —10.000 almas, que fácilmen­te podrían llegar a 20.000—, y habían atrincherado las casas frente al extranjero curioso. La mayoría revestidas y porticadas con pilares floridos, eran meras pecheras que a nada daban entrada, y sólo los enormes blasones indicaban que en algún momento habían tenido dueño. Mezcladas entre los «palacios» había algunas casuchas rústi­cas de madera con dos ventanas y una puerta, y viviendas paupé­rrimas y enmohecidas, cuyos hierros oxidados, tablones astillados y ventanas rotas les daban un aspecto verdaderamente sombrío y deprimente. El único movimiento observable tendía a gravitar hacia los tejados. Favorecido por el aire cargado de humedad el principal desarrollo era el de la hierba en las calles, el musgo en las paredes, y la «mata gorda» sobre las tejas. El verode (Sempenii-vum urbium), traído de Madeira, fue descrito por primera vez por aquel sueco genial que murió en el Río Congo, el profesor Smith. Finalmente, aunque las calles sean amplias y uniformes, y el pueblo grande esté bien aireado por sus cuatro lados, el aspecto general evocaba bastante a los cocineros, que es como los hijos del puerto capitalino llaman a los ciudadanos de la capital. Éstos res­ponden llamando a sus hermanos rivales chicharreros, o pescadores de chicharro (jurel, Caranx cuvierí).

De La Laguna seguimos hacia Tacoronte, el «Jardín de los guanches», y allí inspeccionamos el pequeño museo del difunto D. Sebastián Casilda, reunido por su padre, un capitán mercante de altura. Era un caos de curiosidades que iban de la China al Perú. No obstante, entre ellas había cuatro momias completas, incluyen­do una de Gran Canaria. Por ende, podemos corregir a monsieur Berthelot, que sigue a los que afirman que sólo los guanches de Tenerife momificaban a sus muertos. La descripción más antigua de estos embalsamamientos es de un «hombre juicioso e ingenioso que vivió veinte años en la isla como médico y comerciante». Fue incluida por el Dr. Thomas Sprat en las Transactions ofthe Roya/ Socie/y, de Londres, y vuelta a publicar en la voluminosa obra, A-frica, de John Ogilby. Según el comerciante: «Salí de Güímar, un pueblo en su mayor parte habitado por quienes descienden de los Antiguos Guanchios, en compañía de algunos de ellos, para ver las cuevas y los cuerpos enterrados en ellas (un favor que rara vez o nunca permiten a alguien, ya que tienen gran veneración por los restos de sus ancestros, y eran, igualmente, muy contrarios a mo­lestar a sus muertos); pero como había hecho entre ellos muchas curaciones por caridad, pues son muy pobres (aún así, hasta el más pobre se considera demasiado bueno para casarse con el mejor de los españoles), se ganó sobradamente sus simpatías.

De no ser así, visitar estas cuevas y restos significa la muerte para cualquier ex­traño. Los restos están aderezados en pieles de cabra con correas del mismo material de manera muy curiosa, particularmente por la incomparable precisión y uniformidad de las costuras; y las pie­les se ajustan encerrando los restos, que en su mayoría están ente­ros: los ojos cerrados, cabellos en las cabezas, orejas, nariz, dien­tes, labios y barbas, todo perfecto, únicamente algo descoloridos y un poco encogidos. Vio unos trescientos o cuatrocientos en va­rias cuevas, algunos de ellos de pie, otros acostados sobre lechos de madera, tan endurecida con una técnica que tenían (los espa­ñoles la llaman caray, curar una pieza de madera) que ni el hierro puede perforarla o dañarla. Estos restos son muy ligeros, como si estuvieran hechos de paja; y en los restos que estaban rotos dis­tinguió claramente los nervios y los tendones y también los con­ductos de las venas y las arterias. Según el relato de uno de los más ancianos de la isla, había una tribu en particular que era la única en dominar esta técnica, y la conservaba como algo sagrado y no la comunicaba al vulgo. No se mezclaban con el resto de la población, ni se casaban fuera de su propia tribu, y eran también sacerdotes y ministros de su religión.

Pero cuando los españoles conquistaron el lugar, la mayoría fueron destruidos y su arte pere­ció con ellos, únicamente se mantuvo cierta tradición sobre algu­nos de los ingredientes que eran utilizados en estos menesteres; cogían manteca (algunos dicen que la mezclaban con grasa de oso) que guardaban para tal propósito en las pieles; hervían cier­tas hierbas, primero una especie de lavanda silvestre, que crece en grandes cantidades sobre las rocas; en segundo lugar una hierba llamada Lara, con una consistencia muy gomosa y viscosa, que ahora crece bajo las cimas de las montañas; en tercer lugar una especie de ciclamen, o cerraja; en cuarto lugar salvia silvestre, que ce en abundancia en esta isla. Todas estas cosas, y otras más, machacaban y hervían hasta hacerse una manteca, proporcionando un bálsamo perfecto. Una vez preparado, sacaban primero entrañas del cuerpo (y entre las clases más pobres, para ahorrarse gastos, sacaban el cerebro por detrás): después que los restos estuvieran así dispuestos tenían preparada una lejía hecha con cortezas de pino con la que lavaban el cuerpo, secándolo al sol en verano, y con una estufa en invierno, repitiendo esto con mucha frecuencia: Después empezaba la unción, tanto por fuera como por dentro, secándolos como antes; y así continuaban hasta que el bálsamo hubiese penetrado toda la mortaja, se notasen todos los músculos bajo la piel contraída y los restos resultasen extremada­mente ligeros: luego los envolvían con pieles de cabras cosidas. Los antiguos dicen que tienen más de veinte cuevas con sus reyes y grandes personajes con todos sus familiares, aún desconocidas para todos excepto para ellos mismos, y que nunca las descubrirán».

Por último, el «físico» declara que «los restos en, Las cuevas de Gran Canaria se encuentran en sacos, bastante consumidos, y no como éstos de Tenerife». Esta afirmación resulta dudosa; aparen­temente la práctica era la misma en todo el Archipiélago. Evoca de inmediato a Egipto y, posiblemente, alguna vez estuvo neta ­mente extendida por todo el Continente Negro. Así, el Dr. Uarth nos cuenta que cuando el jefe Sonni Ali murió en Grurna «sus hijos, que lo acompañaban en la expedición, le sacaron las vísceras y lo rellenaron con miel para poder preservarlo de la putre­facción». Muchas tribus en Suramérica y Nueva Zelanda, así como en África, preservaban el cadáver, o algunas de sus partes, mediante la cocción y otras burdas prácticas similares. Según algunos autores, a los menceyes guanches (reyezuelos o jefes) se les encerraba en ataúdes, al estilo egipcio; pero se han encontrado muy pocos por­que los isleños, cristianos supersticiosos, destruyen el contenido de todas las catacumbas. En la colección de Casilda pude obser­var los rasgos duros, las frentes anchas, las caras cuadradas, y los cabellos rubios, descritos por los autores antiguos. Dos de ellos tenían restos de la lengua y los ojos (que con frecuencia eran azu­les), lo que prueba que no quitaban las partes más blandas y pere­cederas. Había muestras del bálsamo seco y líquido. De los veinti­séis cráneos, seis eran de Gran Canaria. Todos eran claramente del tipo llamado caucásico, y algunos pertenecían a hombres excepcionalmente altos. Su forma era dolicocéfala, con los laterales más planos que redondeados; la región perceptiva estaba bien desarrollada, y, en comparación, la reflexiva era más pobre, como es habitual entre salvajes y bárbaros. La región facial parecía anormalmente grande. Las herramientas industriales eran toscas agujas y anzuelos de pesca hechos con hueso de oveja. Los uten­silios31 domésticos consistían en cucharones de madera rudamen­te tallados, y en toscas vasijas rojas y amarillas, sin asas por lo ge­neral, redondas y adornadas con rayas. Ninguno de estos ganigos [sic\, o vasijas, estaba pintado como lo están los de Gran Canaria. También usaban pequeños molinos de mano de dos piezas hechos de basalto para moler el gofio, o grano tostado. Los artí­culos de vestir eran de tejido vegetal, grueso como esteras, y ta­maños, o guardapolvos, de pieles de cabra mal curtidas. También tenían cuerdas toscas de fibra de palma, y parece que les gustaba más trenzar que tejer; aunque el lino de Nueva Zelanda y los aloes crecen en abundancia. Sus mohanes corresponden a los mo­casines indios y hacían monteras de piel. La base de las conchas que se limaba hasta obtener el grosor de una moneda de una co­rona, mostrando una depresión en espiral, probablemente sean los viongwa, collares que todavía se usan en la Región de los Lagos del África Central. Tenían abalorios de muchos tipos; unos eran cilindros de cuerno con protuberancias en el centro y con una longitud de 1,25 pulgadas; otros de arcilla aplanada como los aiampum americanos o los ornamentos de las tribus de Fernando Poo; y otros discos planos, también cocidos, casi idénticos a los encontrados en momias africanas -en el Perú se usaba para regis­trar las fechas y los eventos—.
Algunos eran de ágata rojiza, un material que no se encuentra en la isla; y parecían trozos de la bo­quilla de una pipa gruesas, con una longitud de media a una pul­gada.
Quizá fueran copia de las misteriosas cuentas de Popo halladas en la Costa de los Esclavos y en el interior de África. Los guanches estaban condenados a no alcanzar jamás la edad de los metales. Su civilización se corresponde con la de China en los tiempos de Fohi. Las armas principales eran triángulos peque­ños de basalto compacto e i^tli (esquirlas de obsidiana) para las tahonas, o cuchillos, ambos sin mango. Portaban garrotes toscos y hanot [su], o lanzas afiladas de madera de pino con puntas endure­cidas al fuego. Los gamites [sic\ (picas) tenían una especie de cabe­za con dos semicírculos aplanados, una forma que en la actuali­dad se conserva entre los negros. Nuestro antiguo autor nos cuenta que esta gente «saltaba de roca en roca, algunas veces bajando así hasta diez brazas de un solo salto: primero terciaban la 'una, que alcanza el tamaño de la mitad de una pica, y dirigían la punta hacia una minúscula superficie de la roca sobre la que in­tentaban caer, a veces de poco más de un pie de ancho, al saltar pegaban mucho los pies a la lanza, y así trasladaban sus cuerpos por los aires: la punta de la lanza es la que llega primero, y amor­tigua la fuerza de la caída; luego se deslizan suavemente por el bastón y lanzan sus pies hacia el lugar que habían decidido de an­temano; y así de roca en roca hasta llegar abajo; aunque los nova­tos a veces se rompen el cuello durante el aprendizaje».

Advertí ser más civilizados los productos de las otras islas, es­pecialmente de las orientales, más cercanas al continente africano.

En 1834 las entrañas de Fuerteventura prodigaron, a una profun­didad de seis pies, la figura diminuta de una mujer de pecho pro­minente y vestida a la manera nativa: casi parecía china. Una vasi­ja de arcilla negra de Las Palmas mostraba una fábrica sobresa­liente. También aquí, en 1762, una caverna aportó una plancha de basalto donde hay garabatos circulares que confirman las afirma­ciones de antiguos autores de que los isleños no eran del todo ajenos a la escritura. Pude rastrear que no había similitud alguna con los caracteres peculiares del beréber, y los consideré meros adornos. Los así llamado «Sellos de los Reyes» eran piedras oscu­ras, que probablemente se usaban para pintar la piel; tenían paralelogramos insertos unos en otros, trazos infantiles y redes de lí­neas a mano alzada. De hecho, los guanches de Tenerife no tenían alfabeto. El Hierro (Ferro), el Barranco de los Balos (Gran Cana­ria), Fuerteventura, y otros ítem de las Afortunadas han propor­cionado inscripciones incuestionables. El Sr. Berthelot las compa­ra con los signos grabados en la boca de la cueva La Piedra Escri­ta en Sierra Morena de Andalucía; con las impresas por el Gene­ral Faidherbe en su trabajo sobre los epígrafes numídicos o li­bios; con la «inscripción de Thugga», en Túnez; y con los grabados en las rocas del Sahara, atribuidos a los antiguos Tcnvárikor Tifinegs.

El Dr. Grau-Bassas (de El Museo Canario) encuentra un notable parecido entre éstos y los «caracteres egipcios (cursivos o demóticos), fenicios y judíos», haciendo notar que están grabados en series verticales. El Dr. Verneau, de la Academia de París, sugiere que al­gunos de estos epígrafes son alfabéticos, mientras que otros son je­roglíficos. El coronel H. W. Keays-Young amablemente me copió, con gran esmero, un cuadro del museo de Tacoronte. En él están representadas unas inscripciones, aparentemente jeroglíficas, encon­tradas (en 1762) en la cueva de Belmaco, en la isla de La Palma, de­nominada por los antiguos Benahoave. Están grabadas sobre dos pie­dras basálticas.

También inspeccioné la colección de un conocido abogado, el Dr. Francisco María de León. De los tres cráneos guanches, uno era de solidez africana, con las suturas casi borradas: tenía el pa­trón grueso y pesado de la cabeza de un soldado. La pasta del bál­samo de la momia se había sometido a examen, sin más resultado que el haber encontrado una gran cantidad de sangre de drago. En el siglo XIV Gran Canaria envió a Europa, en una sok empresa co­mercial, el valor de doscientos doblones españoles de esta sustancia.

Gracias a la amabilidad del gobernador se me permitió exa­minar cuatro momias guanches descubiertas (en junio de 1862) en el término jurisdiccional de Candelaria. Mientras esperaban su exportación a España habían sido temporalmente guardadas en ataúdes en una planta baja húmeda, donde las cucarachas no respetaban nada, ni siquiera a un guanche. Estuve acompañado por el Dr. Ángel M. Yzquierdo [s¿(¡, de Cádiz, médico del hospital, y anotamos lo siguiente:

La número uno, varón de tamaño medio, le falta la cabeza y los miembros superiores, mientras que el tronco se había reduci­do a un esqueleto. Los signos característicos eran caucásicos y no negroides; tampoco había evidencias del rito judío. La parte de abajo de la pierna derecha, el pie y las uñas del mismo estaban bien conservadas; la izquierda era un sólo un hueso, al que le fal­taba el tarso y el metatarso. El estómago estaba lleno de fragmen­tos de hierbas (Qhencpodittm, etc.), y la epidermis se pulverizaba con facilidad. En este caso, como en los otros tres, las pieles mor­tuorias estaban toscamente cosidas con el pelaje hacia dentro: se­ría un error decir que el trabajo «le quedara como un guante».

La número dos era de gran estatura y estaba completa, la estruc­tura y la forma de la pelvis eran masculinas. La piel estaba adherida ni cráneo salvo por detrás, por donde sobresalía el hueso, posi­blemente un efecto del largo reposo sobre el suelo. Cerca del hueso temporal derecho había otra rotura de la piel, que aquí pa­recía mucho más deteriorada. Tenía todos los dientes, pero no rran especialmente blancos ni buenos. Faltaba el antebrazo iz­quierdo y la mano, y la derecha estaba defectuosa; los miembros inferiores estaban conservados hasta las uñas.

La número tres, también de gran tamaño, era parecida a la número dos; los miembros superiores estaban enteros, y a los in­teriores les faltaban solamente los dedos del pie izquierdo. La mandíbula inferior no estaba, y la superior no tenía dientes. Por encima de la órbita derecha había un hueco ovalado, de aproxi­madamente una pulgada de diámetro en su parte más ancha. Si esto fuese una marca de bala, la momia podría datarse entre la ultima conquista y la rendición de 1496 d. C. Pero también puede ser el resultado de un accidente, como una caída, o del golpe de una piedra, un una piedra, un arma que los guanches usaban con mucha destre­za. El Sr. Sprat afirma que «tiraban piedras con una fuerza casi tan grande como la de una bala, y ahora usan piedras en sus lu­chas como lo hacían antiguamente», y lo confirma Glas.

La número cuatro era mucho menor que las dos anteriores y la mejor conservada. La forma del cráneo y la pelvis sugerían que se trataba de una mujer; además, los brazos estaban cruza­dos sobre el cuerpo, mientras que en los varones momificados estaban estirados. Las piernas estaban cubiertas de piel; las ma­nos estaban muy bien conservadas, y las uñas más oscuras que las otras partes. Ninguna de las cuatro momias tenía lengua, probablemente se había descompuesto.

Los cráneos eran definitivamente ovalados. El ángulo facial, muy abierto, entre 80 y 85, contrarrestaba el enorme desarrollo de la cara, que mostraba cierta animalidad. Quedaba algo de pelo, de color castaño-rojizo y lacio, no rizado. Las entrañas habían desapa­recido y, al no haber paredes abdominales, era imposible detectar las incisiones por donde fueron introducidas las sustancias tanato-balsámicas, señaladas por Bory de Saint-Vincent, entre otros muchos. El método resulta confuso. Se cree en general que tras retirar las entrañas por el corte irregular hecho con la tahona, u obsidiana (cuchillo), los practicantes, que al igual que en Egipto eran de la casta más baja, inyectaban un líquido corrosivo. Des­pués rellenaban las cavidades con el bálsamo descrito anterior­mente; secaban el cadáver; y tras quince o veinte días, lo envolvían en pieles de cabra curtidas y cosidas. Éste parecía ser el caso de las momias en cuestión.

Había numerosas catacumbas, inviolables excepto para los sacrílegos, en las partes más rocosas e inaccesibles de la isla. El Sr. Adisson encontró algunas en Las Cañadas del Pico, a 7.700 pies sobre el nivel del mar. Por esto se ha dicho de los guanches que, tras un siglo de lucha, no queda de ellos más que sus momias. Es­te dicho mordaz tiene más de lacónico que de verdad.

Los guanches eran bárbaros, no salvajes. Los dos capellanes de De Béthencourt, en sus crónicas de Lanzarote y Fuerteventura, nos cuentan que «hay muchos pueblos y casas, con numerosos habitan­tes». A las ruinas que aún hoy se pueden encontrar en estas islas se les llama «casas hondas», porque un hoyo central estaba rodeado por una pared baja. El castillo de Zonzainas estaba construido con grandes piedras y sin cal. En el Puerto de Arguineguín (Gran Ca­naria) los exploradores enviados por Alfonso IV (1341) encontra­ron de 300 a 400 viviendas con techos de excelente madera y tan limpias por dentro que parecían haber sido encaladas. Éstas ro­deaban una construcción mayor que probablemente era la resi­dencia de su jefe. Sin embargo, los tinerfeños sólo usaban cuevas.

La ausencia de canoas y otros artilugios de navegación en las tierras guanches no es, de ninguna manera, prueba de que la emi­gración ocurriera cuando las Canarias formaban parte del conti­nente. Es el mismo caso que el de los australianos, los tasmanios y los neozelandeses. Los guanches, además, eran nadadores admi­rables, capaces de cruzar con facilidad el estrecho de nueve millas que separa Lanzarote de La Graciosa. Incluso podían matar los peces con varas estando dentro del agua. El engorde de las mu­chachas antes del casamiento era, y aún es, una tradición marro­quí, que no árabe. Su tosco feudalismo se parece en mucho al de los jefes beduinos. George Glas, o más bien Abreu Galindo -el autor al que cita— dice de sus casamientos: «Ninguno de los ca­narios tenía más de una mujer, ni la mujer más de un hombre, contrario a lo que afirman los autores mal informados». La creencia generalizada es que en los tiempos de la Conquista la poliandria predominaba entre las tribus. Ésta puede haber sur­gido de su primitiva comunidad de bienes, y seguramente se convirtió en una costumbre local para controlar el crecimiento de la población. Posiblemente, además, estuviese circunscrito a la clase noble y a los sacerdotes.

Humboldt señala que: «No encontramos ejemplos de esta poliandria más que entre las gentes de Tíbet».

Aunque tuvo que haber oído hablar de los Nayr de Malabar, si no es que de los To­das de las Colinas Nilagiri. La explicación de esta costumbre por parte de D. Agustín Millares es que «los hombres y las mujeres nacen en proporciones casi iguales», siendo de hecho lo contrario. Las proporciones igualadas inducen a la relación monogámica.

Según el erudito Sr. d'Avezac «guanche» es una derivación de Guansheri o Guanseri, una tribu beréber descrita por El-Idrisi y León el Africano. Esta explicación es mejor que derivar el térmi­no guanche de las palabras celtas gwuivrn, gwen, blanco. Los autores más antiguos sostienen que es una adulteración del vocablo Vin-cbune, el nombre indígena de la raza nivaria. Añaden, «los habitan­tes de Tenerife se llamaban a sí mismos guan (del beréber watt), una persona, Chinet o Chinerf, Tenerife; así que guancbinet significa una persona de Tenerife, y se corrompió fácilmente convirtiéndo­se en guanche. Por lo tanto, también el «capitán Artemis» de Glas era Guan-arteme, el jefe único o el dirigente. Viera deriva «Tenerfo o «Chenerf» del último rey; y en los viejos manuscritos se habla de «.Chenerife». La tradición popular dice que se compone de «Teñen, montaña o nieve, y de «yfe», nieve o montaña. Pritchard aplicó el término guanche a todas las razas canarias y el Sr. de Macedo, quien lo limita a los tinerfeños, le reprocha el error. Lo mismo ocurre con el Reverendo Sr. Debary y con el Profesor Piazzi Smyth, que habla de los «guanches de Gran Canaria y Tenerife». De acuerdo con el uso popular todos tendrían razón, pues «guan­che» es el término local y general para los aborígenes de todo el Archipiélago. Pero los científicos objetan que se incluyen diferen­tes razas bajo un mismo nombre.
El lenguaje es también un tema en disputa: algunos opinan que todos los isleños tenían una lengua común; otros, que no se enten­dían entre sí; muchos dicen que la lengua era beréber (numídica, getuliana, y garamantana), y algunos argumentan que no era tan cla­ramente semítica. Los dos capellanes de D Béthencourt cons­tataron su similitud con la de los «moros» de Berbería. Glas, que conocía algo el Shilha, o el beréber occidental, hizo la misma observación. Pero el piloto genovés Niccoloso da Recco, en una expedición de 1344 d. C, recogió los numerales, y dos de ellos, satti (7) y tamatti (8), son menos cercanos al original que los bere­beres set y tem. La recopilación de Abreu Galindo, quien vivió aquí en 15 publicó su historia en 1632, recoge 122 palabras; Viera sólo 1C Bory de Saint-Vincent47, 148. Webb y Berthelot ofrecen 909. éstas 200 son sustantivos, incluyendo 22 nombres de plantas; son topónimos, y 242 son nombres propios. Muchas son dude por ejemplo, sabor (lugar del consejo) viene de cabocer, «.expre. par la quelk les negres de la Sénégambie dénotent la reunión de leurs che) como todos saben, viene del portugués caboceiro, un cabecilla.

Siguiendo el camino de Tacoronte llegamos a El Sauzal aquel entonces el coche no pasaba más allá, la carretera vieja estaba en condiciones, y la nueva aún no estaba en funcionamiento. Ofrecimos un dólar a cada uno de los hombres robustos ociosos que estaban tumbados en el lugar por cargar nuestro equipaje ligero. Negaron con la cabeza, se envolvieron con capas-mantas, y se estiraron al sol como perros tras una fría caminata. No podía evitar preguntarme ¿qué deseos tendrán? cobijo que les resguarde del frío, gachas para comer, y, sobre do, el sol brillante y el aire puro, que son lujos mejores y más] cerneros que la púrpura o el lino fino. Finalmente unos muleros que pasaban por allí nos sacaron del apuro.

El camino estaba abarrotado de laguneros, que llamaban la atención con sus sombreros de paja, camisas de tela, chalecos rojos con bordados en la espalda, fajas de vivo carmesí, calzoncillos blancos con calzón de pana negra, que parecían tener un «a apuntado» delante y detrás, calcetas marrones o largas polainas de cuero adornadas con colores, y zapatos sin curtir. A pesar del calor muchos llevaban puesto la capa guanche, una manta inglesa con un cordoncillo corredizo alrededor del cuello. Las mujeres cubrían sus gráciles cabezas con medio cuadrado de paño y de­formaban el tocado con un espantoso sombrero redondo de fiel­tro negro y copa baja, un desagradable recuerdo de Gales. Cien­tos de hombres, mujeres, y niños estaban trabajando en la carre­tera, y nos sorprendió la belleza de la raza, sus líneas clásicas, el contorno del óvalo, los perfiles rectos, cabellos magníficos, y ojos azul-grisáceos con pestañas negras. Éste no es el resultado de la sangre guanche, como descubrí al poco en un pueblo del suroeste de la isla. También me señalaron como arquetipo de la raza guan­che a un ordenanza de las cercanías de Arico que había servido durante años en un palacio. Medía seis pies y cuatro pulgadas [1,93 m.], y de un ancho proporcional; su cara era algo romboide, su pelo lacio, negro como el de un hindú, y su piel tostada sólo era un poco más oscura que la de las gentes del Algarve portugués. La belleza de los isleños es el resultado de una mezcla con sangre ir­landesa. Durante la persecución católica, antes de 1823, muchos huyeron de la Isla Esmeralda hacia Tenerife, y especialmente a La Orotava. La figura de la mujer joven es encantadora, alta, esbelta y dócil como los pinos del lugar. Todos admiran sus gráciles andares. Pasamos por lugares famosos en tiempos de la Conquista -La Matanza, la nativa Orantapata, donde las fuerzas de De Lugo fue­ron casi aniquiladas-. Ahora es una estación a medio camino de La Orotava; y aquí para el coche para comer, los precios los regula el gobierno.

Desde la aislada hostería se distingue el Pico pero no el valle subyacente. Después Acentejo, la Roncesvalles local, don­de los invasores sólo se salvaron gracias a San Miguel; y luego, La Victoria, donde éstos se vengaron. En Santa Úrsula vimos por pri­mera vez las laderas de La Orotava, la Tavro [síc] guanche o Atanpa-lata [iic\; y en la Cuesta de la Villa nos mostraron cerca de su seña, una palmera, la cueva que cobijó al jefe patriota, el desafortunado Bencomo. Mientras la gente elegante salía a pasear, pasamos el talvario y el lugar que conduce a la Villa de La Orotava, y encon­tramos habitación en
La fonda de D. José Gobea. A la sala, o salón principal, de unos 30 pies de largo, sólo le faltaba un diván orien­tal arrimado a las paredes; ésta era fácilmente convertible en un lugar aceptable para el vivaque, y fue aquí donde decidimos expe­rimentar la vida campestre durante un tiempo.[…] Tomado del libro: El Volcán, El Almirante y los Gallos, de Richar Francis Burton. Ediciones Idea, 2005.
Abril de 2012.

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