jueves, 8 de noviembre de 2012

Los Magotes, la última batalla de la conquista militar de Tenerife.



Crónicas del Guirre

 

Con mi despertar agitado, bañado en sudor y con la sensación latente de haber estado en la cumbre, en aquel lugar, donde suspendido en el aire, vigilaba cual dueño y señor mis pasos por las sendas de la memoria, invitándome bajo sus alas a sentirme orgulloso de todo aquello que nos une a nuestro pasado cargado de esa ancestralidad de la que su vuelo nos hace libres en el tiempo; sólo entonces recordé su nombre, "El Guirre".

Los Magotes, la última batalla de la conquista militar de Tenerife.



El amanecer del 29 de Septiembre del año 1496, una partida de soldados castellanos enviados por Alonso Fernández de Lugo y un grupo de nueve espingarderos alemanes comandados por el mercenario Jorge Grimón, se presentaron en batalla en la montaña de Guaza (Arona) resueltos a sofocar la insurrección 3.000 guerreros de las comarcas de Adeje y Abona que junto a los chasneros (alzados) amenazaban la hegemonía que los castellanos habían ganado en las comarcas conquistadas. 


El lugar elegido por los guerreros guaxit (los legítimos), Las Mesas de Guaza, para presentar batalla obedece a las profundas creencias espirituales de los combatientes. Cerca de aquel lugar se encuentra el oratorio de Los Magotes, lugar donde cada mañana se hacia la salutación a la deidad. Una zona donde podían contar con el favor de las divinidades en un trance donde intentaban alejar el peligro que representaban los gauripas (hijos de la cólera) para sus comarcas.

Aquel día las espingardas (armas de fuego), utilizadas por primera vez en la conquista de las islas, dieron la victoria a las tropas castellanas, que al filo del medio día levantaban los estandartes al grito de “San Miguel y España” por el triunfo. Unos de los episodios más crueles y vergonzosos de la conquista militar castellana para reducir la isla de Tenerife se dio en aquellos días. Los españoles, después de la batalla de los Magotes, decidieron concentrar a todos los capturados en la batalla en la desembocadura de un barranco cercano a la montaña de Guaza. No quisieron trasladar a la población cautiva, debido al desconocimiento de los mandos sobre el terreno donde se encontraban y hacer así que las posibilidades de fuga de los capturados fueran nulas, permitiendo a las tropas castellanas una mejor vigilancia sobre ellos. Aguardaban la llegada en barco del Obispo que en aquellos tiempos había en las Islas, don Diego de Muros, y su canónigo Alonso de Samarinas, para proceder al bautismo masivo de los sometidos. 


 Durante los días de espera, los soldados castellanos se ensañaron con los capturados.

Asesinatos a sangre fría, maltratos físicos de niños y ancianos, violaciones sistemáticas de las mujeres guaxit... Ésta fue la tónica general en aquel período de agonía para una población que debía ser bautizada e instruida en la fe de sus verdugos.

Un campo de concentración donde los castellanos quisieron imponer mediante el terror la supremacía de su cultura y aniquilar psicológicamente cualquier intento de resistencia de la población.

Aquel lugar, donde tantas vidas se perdieron y seres humanos sufrieron lo indecible, que en época de los guaxit se llamaba los Ceres, quedó grabado en la memoria del pueblo con el nombre de “Corral de los de Adeje”, lugar evitado muchas veces por los cabreros de la zona, debido a los horrores que allí se cometieron y, más tarde, como un guiño irónico de los vencedores, se marcó para el futuro como playa de Los Cristianos. Pero la historia siempre la escriben los victoriosos, en este caso, incluso, silenciándola.

Aunque siempre quedo memoria en la tradición oral de lo que allí ocurrió. Que un grupo de guerreros guaxit fueron valientes aquel día en la defensa de sus comarcas, aun a pesar de que sabían que su bravura nada podría hacer contra las armas de fuego de los castellanos. Todo un ejemplo y orgullo para las nuevas generaciones de cómo con un corazón y espíritu combativo se puede encarar la adversidad; honor, gloria y memoria, para aquellos valerosos guaxit cuando se cumplen 516 años de  la batalla.
                                                 
T
odavía no había amanecido cundo los castellanos fondearon la nave en la pequeña ensenada que quedaba a las espaldas de la montaña de Guaza. Siempre en silencio, los capitanes de Alonso de Lugo daban las órdenes pertinentes a los soldados para el desembarco. En amplias chalupas, el contingente de hombres, caballos y pertrechos fue depositado en la playa.

Cuando todos estuvieron en tierra, el alférez Juan Milián mandó que a todos los caballos se les forrara los cascos con trapos para evitar hacer ruido con los pasos. Se pusieron en marcha por un estrecho sendero que discurría por la ladera hacia la cima, con la finalidad de tomar posiciones en la amplia llanura que se presentaba a los pies de la montaña. Llegaron sin ningún contratiempo a la cumbre, donde los recibió una brisa gélida que soplaba en aquel paraje cuando se posicionaron en las inmediaciones de la meseta. Los soldados de infantería se desplegaron rápidamente hacia los flancos izquierdo y derecho, mientras los espingarderos de Jorge Grimón tomaban la vanguardia y la caballería quedaba en la retaguardia. Los primeros rayos de sol se divisaban en el horizonte, pudiendo ver la planicie que se les presentaba ante sí.

En la lejanía, justo en los pequeños montículos que descendían desde la montaña, pudieron divisar los guabores de Ichasagua dispuestos en tres destacamentos que los observaban en silencio. El alférez, los dos capitanes y Jorge Grimón descabalgaron de sus monturas y se acercaron formando un pequeño corrillo, mientras dirigían su vista hacia las elevaciones donde se encontraban sus enemigos.

― ¿Que os parece, caballeros? ―dijo Juan de Milián señalando con un gesto de la cara en dirección a los montículos.

―Es una posición extraña la que han tomado, sabiendo que están al alcance de nuestros caballos ―expresó Diego de Mesa.

El alférez hizo un ademán con las palmas de las manos hacia arriba y sonreía maliciosamente.
―De todas maneras, caballeros, ¿quién entiende las formas de actuar de estos animales?

―dijo con tono burlesco.

―Bueno ―comentó con aire despectivo―. Terminemos con estos andrajosos, cuanto antes lo hagamos antes estaremos divirtiéndonos con alguna de esas salvajes jovencitas que tanto os gusta, don Diego ―apuntó con aire burlón, mientras todos reían a carcajadas.

El alférez dio órdenes para que un lengua de las tropas auxiliares, acompañado del estandarte de Castilla, fuera a disuadir al enemigo y le manifestara que su lucha era en balde.

Ichasagua seguía atentamente todos los movimientos de los gauripas en la lejanía. Habían tomado posiciones en los Magotes, con la divinidad protegiendo sus espaldas. Guabinque permanecía agachado junto a su hermano, aferrando fuertemente la sunta, mirando con asombro los caballos de los gauripas. Había soñado desde niño este día, pero ahora que había llegado notaba un sudor frío y un vacío en la boca del estomago, junto al palpitar desbordante de su corazón.

Tenía miedo.

En su interior, sabía perfectamente que era miedo, pero se negaba a reconocerlo, pues eso no era lo que se esperaba de un guabor, pero sin embargo tenía miedo. Un miedo que por momentos se estaba convirtiendo en pánico.

Guasiegre se le acercó y posó la mano en su hombro.

― ¿Qué te pasa, muchachito? ―le dijo cuando notó que Guabinque estaba blanco como la leche de cabra recién ordeñada.

Guabinque miró hacia los lados, buscando no ser oído por su hermano y compañeros le inquirió al chaurero.

―Cho, ¿qué me pasa? ―dijo con tono de súplica-. Siempre quise entrar en combate, y ahora tengo una sensación como de…

―Miedo ―le cortó Guasiegre mirándolo fijamente a los ojos.

Guabinque asintió con la cabeza en silencio mientras bajaba la mirada al suelo.
―Es normal, muchachito, no te debes avergonzar por ello ―le dijo comprensivo, mientras Guabinque alzaba nuevamente la vista por lo que acababa de oír―. Todo hombre que haya entrado en combate sabe lo que es. Son las dudas de no saber qué hacer en el fragor de la batalla y, por supuesto, el miedo a la muerte. Así que sosiégate, pues cuando estés en ella tu instinto natural te guiará en lo que tienes hacer.
Guasiegre se le acercó al oído y, susurrándole, le comentó:

―Deberías estar contento; yo, la primera vez que entré en combate eran tanto los retortijones de la barriga que me cagué la tamarca y dejé un intenso aroma durante toda la batalla ―le confesó, mientras los dos estallaban en sonoras carcajadas.

El lengua, un antiguo guaxit de la comarca de Güímar pero bautizado después como Guillén Castellano, avanzaba sorteando las pequeñas tabaibas, seguido de un soldado que portaba el estandarte de Castilla. Cuando llegaban al promontorio, Ichasagua salió a su encuentro.

―¡Caramba!, qué sorpresa, pero si es el mismísimo Urma, ¿o ya te cambiaron el nombre tus amos extranjeros? ―dijo Ichasagua en tono de burla al recién llegado.
―Mi nombre no es Urma, mi nombre es Guillén Castellano, sucio bastardo ―contestó el lengua mientras miraba arrogante al chasnero.

En un rápido movimiento con su mano, Ichasagua sacó una tabona afilada entre sus dedos y se la colocó en la garganta al lengua, mientras lo sujetaba fuertemente por la solapa de su camisa ante la mirada aterrada del soldado que portaba el estandarte.
―Guillén Castellano o Urma, siempre fuiste un cobarde y ahora no sólo cobarde, también eres un traidor a los de tu sangre ―le dijo el chasnero remarcando sus palabras, mientras de un empujón se deshacía del amedrentado intérprete.
―Dime, ¿qué quieres? ―le lanzó secamente.

El lengua se compuso la ropa y tomó aire. Buscó en su pequeño bolso que llevaba colgando en bandolera y sacó un papel enrollado, atado con un lazo de color rojo y sellado con lacre. Se lo acercó a Ichasagua y le dijo:

―Aquí tienes las disposiciones de mi señor, el alférez Juan Milián. En él se encuentran los tratos que deberán tener con ustedes, si esta batalla no llegase a celebrarse.
El chasnero miraba fijamente a Guillén Castellano, pareciendo que de un momento a otro de un solo tajo de su tabona le seccionaría el cuello. Ichasagua rehusó tomar el documento.

―No conozco la lengua de los gauripas, léeme tú esas disposiciones ―le dijo mirándolo con fiereza y una sonrisa irónica.
El intérprete, receloso, rompió el sello lacado y desenrolló el documento sin dejar de mirar al chaurero.

―En el lugar de los Magotes, en la comarca de Abona, a 29 de septiembre del año de nuestro señor Jesucristo de 1496, yo, el alférez Juan Milián, por mandato del hidalgo don Alonso de Lugo, mi señor...

―Sí, sí, ya sé esos ritos hipócritas de tus amos en sus tarjas ―le interrumpió el chasnero impaciente, haciendo aspavientos con la mano.
―Te he dicho que me leas las disposiciones, no tengo todo el día para escuchar boberías ―le espetó.

El lengua, cada vez más incómodo y contrariado, se dispuso a leer la parte del documento donde se encontraban esos mandatos:

―Primero ―comenzó Guillén Castellano en voz alta para que fuera escuchado por todos―, rendición incondicional de las fuerzas de los sublevados; teniendo en consideración esta actitud, se respetará la vida de todos. Segundo, juramento de sumisión a nuestras altezas los Reyes Católicos. Tercero y último, ser bautizados e instruidos en la fe de nuestro señor Jesucristo.

El lengua terminó mientras Ichasagua encendía una chispa de ira contenida en su mirada. Tomó despacio el documento al tiempo que observaba con soberbia a su interlocutor. Lo tiró al suelo ante la visión turbada del intérprete y el palidecido soldado que mantenía el estandarte. Sacó su pene y empezó a orinar encima de las disposiciones. Cuando terminó, lo agarró del suelo, volvió a enrollarlo y le puso la cinta roja.

―Toma ―le dijo mientras le arrojaba el documento mojado a sus pies―. Ve y dale cuenta a tus amos de que no me gustan sus disposiciones. También dile que no vine hasta aquí hoy para rendirme a nadie y que nunca más me someteré a ningún hombre que, como yo, naciera libre. Antes prefiero morir en combate y que los cuervos se sirvan de mis entrañas en esta bella mañana. Ahora, vete y que cada cual mire por su vida ―sentenció Ichasagua mientras le daba la espalda a Guillén Castellano y volvía sobre sus pasos hacia donde se encontraban sus guerreros.

El intérprete, junto al soldado que portaba el estandarte, recogió el documento y emprendieron ligeros el regreso hasta sus posiciones. Al llegar, los mandos del ejército castellano se apresuraron a interrogarlos.

―Señor ―dijo entrecortado por la falta de aliento―, no quieren llegarse a pacto ninguno ―le comentó mientras le mostraba el documento mojado y con la tinta escurriendo―. ¡Lo ha mojado con sus orines! ―dijo con un tono de voz alterado.
Juan Milián montó en cólera mientras ordenaba a los que portaban los tambores tocar a rebato. Sus compañeros de armas montaron sus caballos y se dispusieron en retaguardia de sus hombres para dar las respectivas órdenes de entrada en combate. En el ambiente se podía respirar el nerviosismo por lo que allí habría de ocurrir. Un intenso hedor a sudor de caballos y polvareda, mezclado con el olor acre de la pólvora utilizada para las armas, inundó el ambiente.

La muerte estaba cerca y acechaba.

El alférez, montado en su caballo, que se movía inquietamente de un lado a otro, se puso delante de sus tropas y las arengó.

―¡Ea, señores!, somos caballeros españoles y debemos demostrar a esos salvajes contra quién entran en justa. No tengáis piedad, pues no conocen nuestra fe en Cristo, haced la idea que estáis delante de alimañas salvajes a las que hay que exterminar ―gritaba con las cajas tocando de fondo orden en batalla.

―Hoy, día de San Miguel Arcángel, la victoria será nuestra para mayor gloria de nuestras católicas majestades. ¡Por eso, quiero que os unáis a mi grito y que os oigan esos bastardos! ¡San Miguel y España! ―exclamó gritando, mientras era coreado con el mismo grito de guerra por sus soldados, que levantaban sus armas con los ojos desorbitados.
Desde la lejanía, Guabinque oyó los gritos de los gauripas en su ininteligible lengua. Ichasagua se adelantó y dedicó palabras de aliento a sus hombres antes de la batalla.
―Hermanos e hijos de la tierra de Guina. Hagamos que este día sea recordado por los hijos de nuestros hijos para que se guarde memoria de que hoy, en este lugar importante y sagrado para nuestro pueblo, fuimos valientes en la defensa de nuestras comarcas. Que Achaman sea nuestro testigo y amparo.

Repentinamente, desde las pequeñas colinas justo detrás de ellos, de entre el centenar de mujeres y niños que se encontraban allí, Guabinque y Guadote pudieron escuchar nítidamente la voz desgarradora de su madre que gritaba:

―¡Aumenten los honores, valerosos hombres de Guina!

Guabinque notó que el alma se le encogía por la emoción, pues sabía que su madre luchaba contra sus verdaderos sentimientos para alentarlos en aquel trance.

A continuación, todas las mujeres irrumpieron gritando los ajijides para azuzar a sus hombres al combate. Ichasagua y todos los guerreros las miraban con expresiones de alegría. En un momento dado, todos giraron sus cuerpos y miraron en dirección a los gauripas. El chasnero levantó su banot al tiempo que lanzaba el grito de guerra guaxit:

¡Datana! ―gritó a viva voz, mientras daba orden de avanzar al grupo de combatientes del centro.

Todos se lanzaron en tropel con sus armas en alto mientras vociferaban.

¡Datana!
Jorge Grimón hizo avanzar a sus nueve espingarderos alemanes hasta una distancia prudencial de sus posiciones originales. Los mercenarios clavaron el apéndice situado debajo de las armas en tierra, mientras con la rodilla en el suelo pegaron sus caras a la espingarda y apuntaron al enemigo, esperando la orden de su jefe.

El centro de los guabores guaxit se acercaba hacia ellos rápidamente, mientras el flanco izquierdo y derecho permanecían rezagados con el ánimo de envolver a las tropas castellanas cuando el centro de sus guerreros entablara el cuerpo a cuerpo contra los españoles. Guabinque avanzaba decidido empuñando fuertemente con una mano la sunta en alto, mientras sentía la boca reseca, un agudo dolor en el estómago producido por los nervios y el corazón latiéndole furiosamente en su pecho. Ya podía distinguir a aquellos hombres, con sus ropas extrañas, que, rodilla en tierra, permanecían con sus caras pegadas a sus extraños bastones.
Entonces escuchó aquella palabra.
La palabra jamás se le borraría de su mente, a pesar de que en aquellos instantes no podía entender.
―¡Fuego! ―exclamó Jorge Grimón, gritando como un poseso.

Para Guabinque, el tiempo pareció ralentizarse. De aquellos extraños bastones salió un ensordecedor retumbo, como el que producían los truenos en las cumbres los fríos y lluviosos días de invierno, mientras despedían por la boca una lengua de fuego y humo denso. Sus compañeros que estaban más adelantados que él cayeron en el acto al suelo, llenos de sangre que brotaba abundantemente de sus pechos, brazos y cara. Giró la vista y vio horrorizado cómo su hermano caía a tierra con la mitad de su cara destrozada. Guabinque sintió un intenso pitido en sus oídos que amortiguaba el ruido de gritos y quejumbres de la batalla, como si los oyera en la lejanía. Se acercó a su hermano y lo tomó entre sus brazos.

El impacto le había arrancado a Guadote la piel y músculos de media cara, dejando al descubierto un amasijo de tendones y hueso. Sangraba profusamente, mientras los estertores de la muerte hacían su aparición. Guadote clavó sus ojos azules en los de su hermano, temblando y respirando con dificultad. Se aferró fuertemente a su brazo y, dando un último jadeo, quedó inmóvil.

El flanco izquierdo y derecho de los guerreros guaxit se replegaron en desbandada, desconcertados por aquellas armas de los gauripas y, volviendo a reagruparse, cargaron nuevamente contra el enemigo. Los espingarderos se retiraron a retaguardia para preparar nuevamente sus armas, dando paso a la carga de la caballería, que salió impetuosa al encuentro de los sublevados, mientras las alas izquierda y derecha de los soldados españoles envolvían a los guerreros guaxit. Ambos bandos se acometían con fiereza en el cuerpo a cuerpo, llenando el entorno de gritos, lamentos y jadeos por los esfuerzos.

Guabinque, con los ojos llenos de lágrimas, agarró su sunta y, con una ira indescriptible, se lanzó furioso al encontronazo de la caballería que avanzaba inexorable. Uno de los jinetes alzó su pica para ensártasela en el pecho, mientras éste, de un ágil y rápido salto, clavaba la sunta con violencia en el cuello del español. Guabinque sintió cómo el arma, al penetrar, destrozaba músculos y tendones, haciendo caer del caballo a su adversario. Cuando estaba en el suelo, de un rápido quiebro dejó el trozo de sunta en el cuello del jinete, que se revolvía de dolor en el suelo. Y volvió a embestir a un nuevo enemigo.

Su mente no pensaba. Estaba cegado por la cólera.
La batalla estuvo reñida desde el principio, pues unos y otros luchaban con furor, pero las armas de fuego darían aquel día, irremediablemente, la victoria a las tropas castellanas. La caballería rebasó las posiciones enemigas para volver a situarse en retaguardia y los espingarderos volvieron nuevamente a descargar otra andanada contra los sublevados. La muerte se cebó aquella jornada con los valiente guerreros guaxit. Avanzada las hostilidades, cientos de cuerpos ensangrentados de guabores se hallaban desperdigados por el campo de batalla.

Guabinque seguía batiéndose con odio en la contienda. Cuando luchaba encarnizadamente contra un español, de reojo vio avanzar hacia él un jinete que blandía un extraño artefacto con una bola salpicada de afilados picos. Se giró para acometerlo y sintió un violento golpe en el lado izquierdo de la cara a la altura de su frente. Se tambaleó sin poder coordinar sus miembros y cayó de espaldas, quedando boca arriba sin saber dónde estaba, mientras sintió cómo se teñía de rojo intenso el azul del cielo y una voz que le sonaba lejana le increpaba a huir, hasta que todo se volvió oscuridad y silencio.
La caballería se aplicaba con saña en perseguir y aniquilar a los guaxit que se batían en retirada. No respetaron a las mujeres y niños que recogían los cuerpos de sus guerreros, también ellos fueron víctimas del exterminio de la caballería española. Al filo del mediodía, los castellanos levantaban y hacían ondear en el campo de batalla los estandartes de Castilla con vivas muestras de júbilo por la victoria.


 De la novela “Taucho, la memoria de los antiguos”, Fernando Hernández González CBS Ediciones- ISBN-978-84-614-3004-8.

 

viernes, 28 de septiembre de 2012


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