viernes, 19 de julio de 2013

LA LEYENDA DEL BARRANCO DEL INFIERNO






Luís Salcedo y Diez de Tejada

I
El viajero, que avanzando curioso por el litoral agreste y dislocado del extremo  Sur de esta isla de Tenerife, llega hasta el emplazamiento curioso y pintoresco del pequeño puerto llamado La Caleta, a unos cuantos, muy escasos, kilómetros de Adeje, no puede sustraerse a la impresión extraña y verdaderamente grandiosa que le produce el magnífico e insospechado panorama que ante sus miradas se presenta.

Allí, en efecto, en caótico amontonamiento, convergen imponentes y sombríos,  barrancos que, hendiendo con titánica fortaleza las poderosas y enhiestas cumbres, que  a modo de desarticulado anfiteatro rodean la diminuta población, parecen ofrecer a las  perplejas miradas del turista, el comienzo de rutas insondables y vertiginosas que han  de penetrar en los más misteriosos senos de la Tierra.

Uno de ellos, quizá el más grandioso e imponente en su salvaje aspecto, es el  llamado por todos Barranco del Infierno; y, en verdad, que ni las sublimes fantasías del  Dante ni el genio inmensamente fecundo y creador de Gustavo Doré, pudieron nunca  llegar a concebir lugar más apropiado y adecuado co mo mansión maldita de  condenados y protervos.

Este barranco, de cuyas múltiples y profundas hendiduras el principal y más  caudaloso contingente de aguas de que constituyen la riqueza de Adeje, ofrece en el promedio de su extraño y sombrío emplazamiento, una singularidad tan característica y especial que seguramente constituiría la materia  de prolijas observaciones y de profundos estudios de geólogos y naturalistas que se aventuraran por su intrincado y  laberíntico suelo.

Se trata de una especie de monolito enorme en su altura, toda vez que alcanza y  aun rebasa las crestas sinuosas de las dos inmensas montañas que le sirven de  grandioso marco, y que no parece sino que brindan a que se intente arriesgadísima  aventura de terrible vértigo, para pasar desde las  agudas aristas de sus cumbres al  afilado remate del inexplicable obelisco.

Pero lo que ni naturalistas ni geólogos podrían jamás llegar a sospechar, es que  este esbelto e inmenso espigón granítico, surgió súbita e inopinadamente de los  insondables abismos terrestres, como arrebatadora expresión de la cólera divina, para castigar, y sólo para castigar, la más nefanda y cruel de las traiciones, el más  monstruoso y vil de todos los crímenes.

II
Era Mencey (Rey) de Adeje, el sabio y virtuoso Acaymo; su poder y sus  riquezas no tenían igual en toda la superficie de l a isla; sus tesoros eran inmensos e incontables el número de sus rebaños. Tenía tan sólo dos hijos, que constituían su única  preocupación, cuando ya, casi en los límites de la  ancianidad, se prendó locamente de  la joven Saro, mujer de extraordinaria belleza y gallardía.

Pronto Saro dió al anciano Acaymo un hijo, al que  se le llamó Xampó; y desde  luego ocurrió lo que ocurrir suele con gran frecuencia en estos casos; y fué que, poco a  poco, el niño Xampó, fué ahondando en el corazón del viejo príncipe, que llegó a  sentir por él un cariño avasallador y absorbente, que se traducía en vehementes arrebatos, sobre todo, cuando contemplaba los prodigios de fuerza, arrojo y destreza del joven príncipe.

No tardó éste en enamorarse con delirio de una muchacha algo parienta de su  madre, a la que toda la tribu señalaba como un dechado de belleza entre las  innumerables y hermosas hijas de la vigorosa raza guanche. Llamábase Iora, y aun cuando honesta y recatada, en el fondo no dejaba de ser altanera y bien prendada de su  belleza.

Iora, pues, aceptó los amores de Xampó, más que por el poderoso atractivo de  su viril belleza, por ser hijo de rey, porque, quien sabe, si éste fuera el medio de ver realizados los halagadores ensueños de su ambición...!

Pero una tarde, el príncipe Saure, primogénito de Acaymo, al pasar por el lugar  donde Iora guardaba su rebaño, le prodigó entusiastas galanteos, que la voluble y  ambiciosa Iora recibió satisfecha, por considerarle sin duda mejor partido que su  rendido novio.

Pero Saure temía a Xampó; sabía muy bien que su valor igualaba a su fuerza; y  que en la típica lucha canaria, no había sido vencido por ningún campeón en tres años a la fecha; y este temor, agudizado por el odio que su hermano le inspiraba, ahora mucho más enconado por la belleza de Iora, le decidió a buscar de nuevo a la veleidosa doncella; y después de deslumbrarla con la descripción de la vida fastuosa de poder y de riqueza con que su amor la brindaba, le comunicó sus deseos, toda vez que era indispensable deshacerse de Xampó, al que n o podía retar abiertamente so pena de incurrir en la maldición, y hasta, quién sabe, si en el desheredamiento de su padre.

III
Acostumbraban a verse los amantes en un sitio apartado, o sea en una agreste  meseta emplazada en el corazón del barranco, y que inspiraba gran temor a los  habitantes de los contornos, porque en ella se abría la boca del Nautemio (Infierno), una espantosa cima de insondable profundidad, que alas veces arrojaba vapores caliginosos, acompañados de misteriosos ruidos.

Pues bien; cierto atardecer, y cuando más confiado y contento se sentía el  valiente Xampó, enajenado por los atractivos y mentido amor de la pérfida Iora, ésta,  arteramente, y fingiendo esquivar, para hacerlas más ansiadas, las ardientes caricias del infeliz muchacho, arrastró a éste con un feroz  disimulo, y una infinita crueldad,  sobre ella, ofreciendo en su contorno el vacío pavoroso de su seno. Esta roca, que  pacientemente había sido quebrantada a fuerza de golpes por el infame Saure, durante noches precedentes, no tardó en ceder, arrastrando  con ella al desdichado Xampó, al  mismo tiempo que inusitado bramido de las fuerzas plutónicas, por insospechada coincidencia, o más bien por sorda expresión de la cólera divina, se dejaron oír desde  el fondo tenebroso del vertiginoso abismo.

Pero Xampó no fué por el pronto víctima de este inicuo plan, tan cruelmente  trazado por los dos traidores, sino que, al sentirse perdido, poniendo por instinto en juego sus poderosos músculos de acero, logró asirse con una de sus manos a la afilada arista de la roca partida, y no hubiera tardado seguramente en vencer por su propio esfuerzo el espantoso peligro, si hubiera podido valerse de su otra mano herida y  dislocada por el derrumbamiento; por ello, con suplicante voz, invocó la ayuda de aquella mujer, a quien dió su corazón y las más caras ilusiones de su alma; indicándole que tendiera la cayada sobre su cuello, tan sólo un momento, el suficiente para que con tan escaso y liviano punto de apoyo, pudiera él colocar el codo del antebrazo herido sobre la roca; pero Iora, aunque aterrada y llena de espanto, tuvo fuerzas, sin embargo, para aproximarse al borde del abismo, no para proporcionar el punto de apoyo que imploraba el traicionado novio, sino para esgrimir y golpear brutalmente con su cayada la crispada mano que se incrustaba en la peña, hasta conseguir que aquel  cuerpo, lleno de juventud y de belleza, se desploma rapesadamente en el seno del aterrador abismo; al par que el cobarde Saure, prudentemente oculto hasta entonces, tras de unos arbustos próximos, se acercaba precipitadamente saltando de roca en roca, pretendiendo eludir el contacto de vapores que cada vez más intensos y asfixiantes  manaban de la negra sima.

IV

Por fin, después de titánicos esfuerzos, consiguió llegar a la peña, en donde la  infame Iora acababa de consumar su crimen, a tiempo para sostenerla en sus brazos,  pues abatida también por el ambiente irrespirable que la rodeaba iba ya a desplomarse;  y apartándola algunos pasos del abismo, bajo el benéfico influjo de una tenue corriente  de aire, emprendieron ambos frenética carrera, cayendo y levantándose con aterradora frecuencia, en medio del caótico desprendimiento de piedras, chasquidos espantosos  de las lavas que el Nautemio ya empezaba a desbordar, y en medio del trepidar  constante del terreno que pisaban, como tenue y frágil pared de inmensa caldera en que se hubieran acumulado presiones incalculables.

Pero su terror llegó bien pronto al paroxismo de lo inaudito, de lo inconcebible,  cuando, en un momento de mayor confusión y oscuridad, al volver sus cabezas, vieron  distintamente, en medio de los torbellinos de llama s y vapores que a sus espaldas dejaban, la desolada y vengadora silueta de Xampó,  que avanzaba tras de ellos,  extendiendo con rabia sus potentes brazos, dispuestos a hacer presa en el cuerpo de los  dos miserables.

Pero ¡oh! ¡qué espanto!; aquel Xampó era una colosal silueta, inaudita,  inmensa, del desdichado hermano y amante asesino...! Su cabeza rasaba con las crestas  de las cumbres del barranco, y sus brazos vengadores agitaban se siempre hacia ellos,  en un radio de inconcebible longitud...

De pronto, un grito salvaje, de dolor infinito, salió de los ensangrentados labios  de Iora, al chocar violentamente en su desenfrenada carrera con una enorme roca  interpuesta en su camino; y cuando, ya en el suelo el miserable Saure, pretendió darle  ayuda, llegó a ellos con la irreducible violencia  del huracán el espantoso gigante que,  con rabia sin igual, pisoteó ambos cuerpos, hasta dejarlos convertidos en informe y  sangrienta masa, que no tardó en quedar sumergida e n el ya caudaloso arroyo de hirviente lava, que corría, arrasándolo todo, por l os laberínticos declives del barranco.

Como si tan sólo esperara la satisfacción de la justa venganza, el inmenso y  gigantesco Xampó se detuvo en aquel sitio, posando  sus enormes pies sobre los restos aun palpitantes de los traidores, no tardando en quedar completamente inmóvil, permitiendo así que la escoria y ardientes masas de lava lanzadas por el volcán fueran  poco a poco revistiendo su cuerpo y petrificando su ser... Pasaron semanas, pasaron  meses, y pasaron años... Y allí sigue el gigante, siempre erguido sobre el ejemplar  terrible de su venganza, convirtiéndose al fin en l o que es hoy: inmenso monolito,  incomparable obelisco que llenaría de admiración a naturalistas y geólogos que lo  contemplaran; siendo de advertir que, según el dicho del anciano pastor que me refirió  a su modo esta extraña historia, la masa enorme del gigante pétreo, conservó bien  distinta y perceptible su enorme cabeza, que al fin fué segada por la guadaña del  tiempo o quizá, quién sabe, si por el genio maléfico, que desde la traición de Iora anda suelto por las laberínticas estribaciones del barranco.  Luís Salcedo.

Granadilla, 1932.

Tomado de: Blog de Octavio Rodríguez Delgado.





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