sábado, 31 de agosto de 2013

CAPITULO XV-XIX



EFEMÉRIDES DE  LA NACIÓN CANARIA


UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XIX





Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1607.
Cuando escaseaba el agua en el puerto de Santa Cruz de Añazu, se cuidaba que no faltase a los navíos, a pesar de las protestas del vecindario.

1607. Grave plaga de cigarrones en Chinech (Tenerife).

1607.
El guanche Marcos González del Castillo.

Nació en Granadilla hacia 1607 (falleció en 1669). Fue capitán del Regimiento de Milicias de Abona, por patente del capitán general don Luís Fernández de Córdoba y Arce, fechada en 1642. Entre 1640 y 1644 contrajo matrimonio con su prima hermana doña María García del castillo, hija del alférez don Marcos Rodríguez y de doña Ana García del Castillo, como hemos dicho en el texto; la pareja se estableció en su pueblo natal de Granadilla. Importante propietario agrícola, en 1649 dió a tributo tres fincas de su propiedad: un cercado en el Ahijadero. por 5 fanegas y 3 almudes de trigo, al alférez don Lucas Rodríguez; otras tierras en el Lomo del Medio, por 6 fanegas y 3 almudes de trigo, a don Lázaro González; y un pedazo de tierra en la Montaña de Ijerfe, por media fanegada de trigo, a don Bartolomé Hernández Casanova. También tenía esclavos negros, pues uno de ellos fue sepultado en Granadilla en 1666. Testó en Vilaflor en 1668 ante el escribano don Lorenzo Díaz Delgado, habiendo dejado 50 misas y nombrado albaceas a su esposa, doña María García, ya su hijo, el alférez don Marcos González. Pocos meses después, en 1669, fallecía en Granadilla, siendo enterrado en la iglesia de San Antonio de Padua, en sepultura propia. Le sobrevivió doña María García del Castillo, que también falleció en Granadilla en 1676, recibiendo sepultura en el convento de la localidad. Fueron sus hijos: El Lcdo. don BaltasarGonzález del castillo (?-1664), presbítero, que falleció en España en plena juventud; Fray Juan García, vicario provincial de la Orden franciscana, predicador, examinador sinodal y comisario del Santo Oficio en Garachico; don Marcos González del Castillo; don Pedro García del Castillo (?-1725), capitán de Milicias, y padre de doña Juana Peraza de Ayala y Torres, doña Antonia García del castillo, el capitán don Marcos González Peraza y doña Agustina Peraza y Ayala; don Mateo; don Francisco González, que falleció soltero; y don Salvador García del castillo, que también falleció soltero en Granadilla, dejando 100 misas a la parroquia en el testamento que había otorgado ante testigos.

1607.
Fue construida la Batería que estuvo al S.E. de la Plataforma de San Francisco, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.

Se sabe que fue construida en 1607 y abandonada en fecha lejana.

Estaba situada en la parte Sur y Este de la meseta de San Francisco y cruzaba sus fuegos Con la Batería de la Plataforma o de la «Punta de Diamante».

Está inscrita en el Registro de la Propiedad al tomo 892, folio 66, línea 6025, la inscripción, de 30 de mayo de 1900.

Con arreglo a proyecto aprobado el 22 de diciembre de 1896 se Construyó la actual, terminándola en 1897, recibiendo el nombre de Batería n° 4. Por disposición de 1 de abril de 1898, debía formar parte del Fuerte que se intentaba construir en donde se halla el Castillo de San Francisco del Risco.

1607.
Durante el verano de este año el puerto de Santa Cruz sufrió una de las mayores sequía que recogen los anales de la Historia local, se habían secado las fuentes y agotado los pozos. Había entonces unos quince navíos en el puerto, mientras que en el pueblo, sumando los recursos de todos los pozos, sólo había el valor de unas 50 botas de agua. Quien la tenía la vendía a la gente, por precio de un cuarto la botija.

Los servicios municipales en el lugar de Santa Cruz de Tenerife.
En un lugar que carece de ayuntamiento no se puede exigir mu­cho de los servicios municipales. Cuando se conoce la historia admi­nistrativa del lugar, no puede chocar el observar que todos los servicios públicos son más o menos inexistentes en los primeros siglos y sólo empiezan a desarrollarse con el XVIII Hasta entonces, los vecinos se las arreglan como pueden y, naturalmente, más bien mal.
Por ejemplo, en La Laguna había matadero público y estaba prohibido sacrificar reses en la calle o en la casa, así como despachar carne fuera de la carnicería. En Santa Cruz no había matadero y por consiguiente, a pesar de todas las prohibiciones proclamadas desde arri­ba, no quedaba otro recurso que el de no comer carne, o de matar las reses donde fuese y despachar la carne fuera del circuito previsto por las ordenanzas y las normas de sanidad. El Cabildo no se metió mucho en el asunto, probablemente por no hallarse envuelto en nuevos gastos. Fueron los vecinos los que se dirigieron a la Real Audiencia: ésta prohi­bió la práctica tradicional, de matar las reses en el patio de las casas, por su provisión del 26 de octubre de 1748, que se envió directamente al alcalde pedáneo, por encima de la Justicia que se había inhibido. Probablemente fue entonces cuando se generalizó la costumbre de ma­tar las reses en el barranco de Santos, cerca de su desembocadura.
Para el despacho de la carne se utilizaba una casa, propiedad de la iglesia parroquial, en la plaza de la Iglesia, que servía también de pes­cadería. Este arreglo particular del mayordomo de la iglesia con los carniceros, sus inquilinos, no debe confundirse con lo que se llama un servicio público o municipal: es una serie de tiendas cualquiera, que dependen en la misma medida que las demás, de las visitas de salud y de las posturas fijadas por los diputados. La pescadería fue la prime­ra en separarse de aquella combinación, en 1792, cuando la Junta de Abastos le señaló un lugar destinado exclusivamente a la venta del pes­cado, en el boquete del muelle.

Tampoco hubo lugar reservado para el mercado, hasta 1775, cuando pidió el alcalde, y se le dieron, unos sitios en la marina, entre la pila del castillo y el Triunfo de la Candelaria. A partir de entonces se estableció allí el mercado de las verduras y demás vituallas que llega­ban del campo.
No existe servicio alguno de limpieza o de alumbrado público. Se entiende que no son necesarios, por la obligación que tienen los ve­cinos, por una parte, de barrer y mantener limpia la parte de las calles que corresponde a sus casas y, por otra parte, de poner faroles durante la noche en la pared que da a la calle. Estas obligaciones han sido in­ventadas hacia fines del siglo XVIII, como generalmente por todas par­tes en España. Cabe dudar de su eficacia; pero un ayuntamiento sin recursos ni presupuesto difícilmente hubiera podido conseguir mejo­res resultados.

Si falta una luz en la calle o si se tropieza con un montón de es­combros, todavía se pueden cerrar los ojos, o buscar venganza en algu­no de esos reniegos que le ponen a uno en contacto directo con el co­misario de la Inquisición. Pero no se puede concebir que falte el agua, que es el primer deber y el más imprescindible, para todos los servicios públicos. Es verdad que esto no ocurre a diario, porque en tal caso se­ría imposible la vida de la población. Lo que pasa a diario es que el agua escasea. La falta se hace notar de vez en cuando y, cuando se pro­duce, tiene el aspecto de un azote o de una calamidad pública.
Así pasó durante el verano de 1607, cuando se habían secado las fuentes y agotado los pozos. Había entonces unos quince navíos en el puerto, mientras que en el pueblo, sumando los recursos de todos los pozos, sólo había el valor de unas 50 botas de agua. Quien la tenía la vendía a la gente, por precio de un cuarto la botija. Hacía un año que duraba la sequía y los navios ya evitaban la escala, porque no se les po­día asegurar la aguada. Peor aun, había en el ambiente, como siempre cuando se pierde la esperanza, algo así como una amenaza de rebelión.
A la gente no la exasperaba tanto la sed, como el trato de favor que la administración había considerado necesario reservar a los navios. Uno de ellos había llenado en el pozo del Cabildo algunas pipas de agua, que a la mañana siguiente aparecieron derramadas. La justicia fulminó amenazas, recordando que estaba prohibido impedir las aguadas y prometiendo el destierro a los recalcitrantes. Pero el problema era de­masiado grave, para que fuesen suficientes las soluciones represivas. En algo tuvieron que abrir la mano el Cabildo y el corregidor, dejando a los pobres la posibilidad de sacar agua sin dinero de los pozos particu­lares, que hasta entonces debían pagar.

Otra vez vino a faltar el agua en 1619, cuando tenían que traerla desde Candelaria. Incluso más tarde, cuando estaban funcionando las canales que surtían con agua los chorros públicos de la plaza, en 1779, la falta del precioso líquido llegó a ser tal, que los vecinos iban a buscarlo en La Laguna «y se regalaba un vaso de agua como uno de los mejores presentes». El corregidor Feliz Ramírez de Medina tomó la feliz iniciativa de mandar agua en toneles a Santa Cruz. Feliz para los otros, no para él, ya que ni el Cabildo ni los vecinos se avinieron a pa­garle los gastos y lo que era mera disposición administrativa se trans­formó, muy a pesar suyo, en obra de caridad.

Lo que es más sorprendente es la sorpresa que produce la falta del agua. Cuando interviene, todos la miran como un castigo inmere­cido; cuando desaparece, todos respiran con alivio, como si se tratase de una epidemia que va cediendo o de una guerra que ha terminado. En condiciones normales, el agua nunca ha sido considerada como problema y en cuanto a las condiciones anormales, no son como para hacer previsiones.
El lugar escogido por los españoles para su primer desembarco y, después, para el lugar y el puerto de Santa Cruz, tenía a su favor, entre otras ventajas, la abundancia de ríos y riachuelos característica de todo el reino de Anaga. A los guanches y a sus rebaños nunca les había fal­tado el agua: ¿por qué iba a faltarles a los españoles? Tan tranquilo se hallaba don Alonso Fernández de Lugo con respecto a este particular, que no había dudado en regalar a maestro Diego de León, en calidad de repartimiento, «qualquier agua que hallárades en esta ysla de Teneri­fe, que esté hundida que no paresca encima de tierra, para que la saquéis para vos e para quien vos quisierdes». Don Alonso regalaba las aguas como los Reyes Católicos, los continentes. Menos mal que maestro Die­go desapareció rápidamente, desalentado por aquel regalo tan pesado como inútil: a cualquiera se le ocurre cavar la tierra para sacar agua.

En Santa Cruz había agua suficiente. El barranco de Santos arras­traba aguas más o menos permanentes, ya que en el Sobradillo se había puesto un molino, «en un caedero de agua que está en el dicho barran­co».
Tampoco faltaba en los demás barrancos: en el de Aceite, que mucho más tarde se ha cubierto, pero sin haberse agotado su caudal; en el de San Francisco, que estaban utilizando los vecinos; en el de Tahodio, que también movía molinos y, en su tramo inferior, sirvió hasta finales del siglo XIX para los trabajos específicos de las lavanderas; en el
Paso Alto, donde también solían ir las mujeres a lavar la ropa. Lo que veía la gente era que estaba cogiendo agua del río o del chorro y que el líquido no se agotaba: la conclusión lógica era que no había ra­zón para forjarse problemas.

Es verdad que en el poblado habían empezado desde muy tem­prano a cavar pozos y a pensar en canalizaciones; pero tanto los proyec­tos como las obras no tenían su origen en la idea de escasez tanto como en la de comodidad. Los pozos proporcionaban un agua más limpia y de mejor sabor: por lo menos en teoría, porque la práctica no corres­pondió siempre a las esperanzas. Además, ponían el líquido a proximi­dad del puerto y simplificaba la operación de las aguadas. Era normal, pues, que se utilizasen los pozos. Los hubo desde la época del primer desembarco: todavía en el siglo XVII existía uno que se llamaba «el pocito del Adelantado». Era propiedad del Cabildo, junto con otros que se habían hecho después, «a la entrada de Santa Cruz» y que sacaban el agua por el sistema de la noria. De estos pozos se surtían tanto los veci­nos como los navíos del puerto. La verdad es que no sabemos ubi­carlos con seguridad. Los pozos abiertos por el Cabildo parece que es­taban situados en el lugar que todavía conserva el nombre de las Norias que sacaban su agua. Otro pozo, en la margen derecha del barranco de Santos, cerca del puente, fue cegado en 1805, «siendo constante y no­torio que dicho pozo se construyó a costa de los vecinos, siendo la pri­mera agua que se conosció en esta población». Además, eran muchos los vecinos que tenían algibe o pozo en su misma casa. No cabe duda de que el uso tan difundido de filtrar el agua de beber por medio de una destiladera no se explica sólo por la frescura que de este modo ad­quiere el líquido, sino también como una necesidad dictada por la ma­la calidad del agua recogida de este modo.

De todos modos, con noria o sin ella, un pozo entrega el agua con tasa y significa, más que una facilidad, una remora considerable en los trabajos del puerto. Por otra parte, muchos pozos se agotan du­rante el verano, y entonces escasea el agua incluso para los vecinos. El caudal más importante, el que discurre por el barranco de Tahodio, queda algo lejos para ir y venir por una botija de agua, pero suficiente­mente cerca para que se pueda pensar en un aprovechamiento común. La solución parecía estar al alcance de la mano.
El agua de Tahodio era propiedad de los herederos de Marcos Verde, quienes la vendieron al Cabildo el 17 de agosto de 1556, por precio de 1.080 doblas. Pronto se empezó el estudio de su conduc­ción. Parece que incluso se puso mano a la obra, porque en 1574 las canales de madera estaban ya listas para su colocación. Pero el Cabildo, como todos los pobres, no tenía capacidad suficiente para ves­tir dos santos a la vez.
Cuando vio las canales preparadas, se acordó que tampoco había conducción de agua en La Laguna y reflexionó que la mejor caridad es la que empieza por la casa: en otros términos, ordenó traer a La Laguna las canales que tenía destinadas para Santa Cruz. Se opuso el gobernador, don Juan Álvarez de Fonseca, quien precisamente estaba entonces muy empeñado en dotar el puerto con un sistema de defensa adecuado. No fue fácil decidir cuál de las dos conducciones de agua merecía la prioridad y, mientras las partes se acordaban un respiro para meditar sobre el problema, los trabajos que­daron interrumpidos por ambos lados.
Era aquél un momento malo para Santa Cruz, porque abajo no había agua y los navios habían dejado de venir a su puerto. Al fin, la administración tomó una decisión que cortaba el nudo gordiano: en La Laguna se harían caños de manipostería por debajo de tierra, quedando de este modo las canales de madera libres para Santa Cruz. Tampoco se adelantó mucho por este camino, a pesar de estar todos de acuerdo. En 1583 se habían terminado ya las obras del castillo, y por el lado de Tahodio todavía no había progreso. A los regidores se les cae el alma a los pies, cuando piensan que llevar el agua al puerto representa para los propios un gasto de 5.000 ducados. A lo mejor los tienen; o, si no, no es cosa en que no se pueda pensar: en el castillo se han gastado ya más de 7.000, y Juan Alvarez de Fonseca dice que en Cabildo se han malgastado más de 20.000. Pero gastar tanto dinero en agua es tirarlo por la ventana: más vale tratar de aprovechar, sin necesidad de invertir cantidades tan importantes, «el agua questá descubierta en el puerto de Santa Cruz, de que pende aver mucho trato en el dicho puerto, con que se repararía el daño y se ylustraría esta cibdad» '". Con el agua des­cubierta no se pudo ilustrar, porque no daba bastante. Tampoco surtió efecto la orden real enviada al corregidor, para que activase las obras. El agua de Marcos Verde seguía sirviendo exclusivamente para lavar la ropa o abrevar el ganado: y esto, cuando lo permitían los propietarios de.las fincas de su recorrido, que no eran muy amigos de dejar el paso libre para su aprovechamiento común.

Para que se realizase el proyecto de conducción, hubo que espe­rar más de un siglo. Los trabajos, organizados por orden del capitán general Agustín de Robles y Lorenzana, se llevaron a cabo de 1707 a 1708 e importaron 89.849 reales. Los caudales habían sido reunidos aprovechando las fuentes de ingresos más variados. Los vecinos no comerciantes habían contribuido con 2.280 reales, los del comercio con 11.671; el regimiento de Tacoronte dio 817 y 620 el caudal de fortificaciones. El juez de Indias, Bartolomé Casabuena, ofreció 8.000 reales de plata: no era una inversión a fondo perdido, porque se le recompensó con la concesión, otorgada el 29 de junio de 1708, de un dado de medio real de agua, para su aprovechamiento personal. Hubo también algunos dados más modestos, que apenas sumaban 130 reales. La diferencia fue cubierta por la Real Hacienda y los pósi­tos del Cabildo.

Para la conducción de las aguas se había empleado el sistema de canales altas, o sea canales de tablas de madera, colocadas sobre palos o soportes de relativa altura. Se esperaba, gracias a este sistema, impe­dir que el agua sirviese para abrevadero directo del ganado. En cam­bio, tenía el doble efecto de perder mucha agua, por los resquicios de la madera y en los ajustes de las tablas, y por otra parte dificultaba el tránsito callejero. Para remedio del primer inconveniente se necesita­ban frecuentes arreglos, que se pensó hacer más fáciles abriendo un ca­mino transitable, que seguía todo el recorrido, paralelamente a las ca­nales. Para evitar el segundo defecto, así como los aprovechamientos abusivos por parte de los vecinos, se había preferido seguir un camino largo y complicado, que hacía pasar las canales por fincas y jardines a los que el público no tenía acceso: cosa que, naturalmente, no había sido posible conseguir a lo largo de todo el recorrido.
Las canales entraban por la calle que por ellas se llamaba de Ca­nales Bajas, pasaba por la del Pilar hacia San Roque y entraba en este último punto en una caja o arca de agua. Seguía después por la calle de Canales, actualmente Ángel Guimerá, hasta llegar a la Casa de Agua, en una calle que salía al barranco de Aceite, después de haber seguido la pared del convento de Santo Domingo. En esta casa, que servía de partidor de aguas, tomaban su principio las canales que con­ducían el agua a la fuente pública de la plaza de Santo Domingo, a la popular pila de la plaza principal, al chorro de las aguadas o fuente del muelle, debajo de la Alameda, en la esquina formada por la costa con el muelle y, más tarde, a las demás fuentes públicas que se venían esta­bleciendo.

Al darse por terminadas las obras, el primero de octubre de 1708, el capitán general fijó por decreto unos derechos de aguada pa­ra los navíos que se abastecían en Santa Cruz. Lo que se pretendía con esta imposición era disponer siempre de fondos para el manteni­miento y los eventuales reparos de las canales. Naturalmente, el agua de las fuentes públicas era gratuita y libremente accesible a todo el ve­cindario.

Sin embargo hubo, como los hay siempre, privilegiados que llega­ron rápidamente a proliferar y a formar una categoría separada. Desde el principio, el capitán general había acordado a determinados vecinos el derecho de tomar directamente de la atarjea y conducir a sus casas o fincas, por canales de su propiedad, ciertas cantidades de agua que se sustraían de este modo al uso común. Las concesiones se justificaban en algunos casos por las cantidades con que habían contribuido los be­neficiarios, facilitando la ejecución de las obras; en otros casos se trata­ba de simples limosnas. El agua atribuida a Casabuena es un ejemplo del primer tipo. Con título de limosna dio el capitán general a los frai­les de San Francisco una cantidad de agua para su convento y huerta, tomada directamente de las canales que pasaban por la parte alta del convento, donde había «una caxa de cantería y sobre ella un canuto pa­ra recevir dicha agua y en él embutido y puesto un dado de bronze por donde cabe en su gueco y abertura un dedo el más pequeño de la mano de hombre, que llaman parbo y vulgarmente se dize el margarito». Con tantos regalos y obligaciones y con lo que se perdía en las canales, el agua desaparece antes de llegar a los chorros en que espera la gente.
Hubo quejas seguidas por la prohibición de conducir agua a su casa. Sin duda la prohibición se entendía con quienes no la podían tener, porque de hecho se siguió cediendo agua a particulares.

Apenas ha pasado un año cuando, en 26 de diciembre de 1709, los vecinos de Santa Cruz se reúnen con el alcalde y el beneficiado pa­ra buscar un remedio a los destrozos ocasionados en las canales por las últimas lluvias. Se nombran para 1710 dos alcaldes del agua, con la obligación de recaudar y contabilizar los derechos de aguada, a la vez que velar por los arreglos y reparos necesarios. Bien por no haber dado resultado esta fórmula, o por otra razón que se ignora, una real orden intervino para obligar al lugar a que diese a remate el aprove­chamiento del agua pública. Los resultados no fueron mejores. El arrendador no miraba sino por su renta y no se preocupaba por el mal estado de la cañería. El sistema de distribución se había deteriorado a tal punto, que el agua «corre un día y falta quatro»; la gente vuelve a desesperarse y llega a «andar a palos en los canales bajos y otros pues­tos, por ver quál persona a de conseguir anteponerse a tomarla».
En 1776 se practica una reforma completa de la canalización, al cuidado del teniente del Rey Matías Calves y por mandado del coman­dante general marqués de Tabalosos. Los fondos necesarios se recauda­ron por medio de una suscripción pública abierta por iniciativa del co­mandante general y presentada con el título de préstamo. Bien porque la gente reconocía la necesidad de la reforma, o porque el marqués po­seía el don de hacer que sus ruegos resultasen convincentes, el hecho esque los vecinos «han ofrecido más de 14.000 pesos, y en ningún lugar se pudiera al presente hacer y efectuar semejante oferta».
Las canales antiguas fueron sustituidas entonces, desde la entrada en la zona urbana hasta las fuentes públicas, por tubos de barro cocido enterrados en el suelo o protegidos por atarjeas de manipostería. Los trabajos duraron del 23 de marzo de 1776 a enero de 1783. Al inau­gurarse las obras, el 2 de enero de este último año, el comandante ge­neral marqués de Cañada publicó un reglamento de las aguas, que sir­vió de base para la explotación de las mismas, hasta que pasaron a cargo del ayuntamiento. En cuanto a la parte extrarradio de las ca­nalizaciones, se habían quedado tales como estaban y necesitaron repetidos arreglos y recomposiciones, cada vez más difíciles por la esca­sez de la madera y de la brea.

Curiosamente, el abastecimiento del agua no era un servicio municipal. Por decreto del capitán general don Agustín de Robles, de 1.° de octubre de 1708, el agua de Santa Cruz hubiera debido pertenecer al rey. Sin embargo, a raíz de un pleito, el Consejo de Hacienda decidió que aquella situación no le convenía, en 16 de no­viembre de 1793. Años más tarde, la renta del agua se quitó a la ad­ministración de la Hacienda, que la iba cobrando, en 10 de octubre de 1799; a pesar de lo cual, su administración siguió en manos de los comandantes generales, hasta 1810, cuando pasó finalmente a ser atribución del Ayuntamiento, junto con la designación de los alcal­des del agua. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.1: 328 y ss.).

1607.
Pedro de Medina, pajarero, se obliga a dar a Juan de Unchiar, marsellés, 200 docenas de pájaros canarios machos, vivos, buenos de recibir, por cuatro reales y medio la docena, (AHP: 259/297).

1607.
En el lugar de Santa Cruz de Añazu, Baltasar Calderón, pregonero, se querelló porque Marcos Gutiérrez Bravo le había dado una bofetada; pero como en realidad de verdad no le tocó y sólo fue un amago, se lo perdona. (AHP: 259/541).

1607.

Este  año  de  1607  huvo  gran  plaga  de  cigarra  (Langosta africana) en  esta  Isla,  que destruía  los  sembrados,  y  el  Ayuntamiento  echo  suertes  por  todos  los  Santos  y  salieron  por  Patronos  i  defensores  de  esta  plaga  Sn  Placido  y  sus  compañeros
por  lo  que  les  prometieron  hazer  fiesta  su  dia  como  se  le  haze. (en: Lope Antonio de la Guerra y Peña. 1761)
1607.
Faltaron barcos para formar las flotas de Indias. Suspendidas, los criollos canarios fueron a Indias por su cuenta. Imposible castigarlos, por tener razón sobrada y no estar la situación de excitar los ánimos, el rey comprendió que legislar en el absurdo, contra el interés común, desprestigiaba al sistema, por excitar la desobediencia civil. Plegándose a lo posible, Felipe III cambió de pie. 
1607.
Se observa que sólo la aduana de Las Palmas de Gran Canaria estaba alejada de la ori­lla, y se manda se instale pegada al mar, como las demás (AHS: Hacienda 1956/16).

1607 Mayo 7. En el Acta del Cabildo colonial de Benahuare (La Palma) se da a conocer que la fundación del Convento de la secta católica de Santa Clara tuvo lugar en el mismo emplazamiento donde se hallaba la ermita de la santa, para lo que fue  demolida. Se recoge en la obra Noticias para la Historia de La Palma, que: “el Cabildo había hecho voto y promesa de guardar su día haciendo procesión solemne a su casa”, que fue edificada, según reza un acta de 1607, “con gran fervor con limosnas de los vecinos e se trajo su ymagen despaña”.

1607 mayo 7.
Notas en torno al asentamiento colonial europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

El abastecimiento alimenticio en la colonia.



Yten, que lo primero que hizieren después de ser juntos en el Cavildo, los diputados del mes den cuenta i relación de los manteni­mientos que ay en la ciudad, e a los precios que están puestos, e si conviene subir o abaxar los precios, e hazer que se traigan más mantenimientos de otras partes o hazer algu­na otra cosa conveniente a la buena provición de los mantenimientos e governación de la ciudad, e que sobre esto se hable, e pratique e ordene e determine antes e primero que sobre otra cosa alguna '.
Introducción.
Una de las funciones básicas en un Ayuntamiento de esta época es la de velar por la adecuada provisión de mantenimientos, impulsando la autosuficiencia en productos básicos. Era fundamental prever su ca­rencia y adoptar las medidas oportunas para paliarla, así como vigilar la observancia de la tasa que imponía en determinados productos y controlar la calidad y debida expedición de las mercancías al por menor. Si esta misión era consustancial a la existencia del Concejo, con mayor razón se convierte en norte del tinerfeño dada la interrela-ción existente entre los subsectores de su dependiente economía, sobre todo a partir del desequilibrio instaurado, como hemos comprobado, desde finales del s. xvi. Conviene, no obstante, ponernos en situación y sintonizar con la realidad de unas gentes precisadas de casi todo lo que necesitaban para llevar una vida acorde con los patrones europeos; y esto es así desde un principio, como exponían en 1526 los 391 fir­mantes de un poder para expresar al rey su rechazo a la existencia de un alcalde de sacas2: todo viene de fuera partes, porque en ella no ay vino que baste para su provisión y se trae de Castilla, e aun carne se trae de otras yslas comarcanas, porque la que en ella ay no se saca ni ay para sacar ni basta para proveimiento della, que siempre ay falta en esta gibdad de carne; ni menos ay cavallos, no solamente para sacar, mas ni aun para los que son menester en la dicha ysla, e por consyguiente se traen de fuera los que los vezinos an menester (...). Dineros no se sacan desta ysla, ni ay oro ni plata en ella syno lo que viene de fuera parte, que lo traen los que viene a conprar aqúcares o pan, y esto fsic] oro y plata no se saca sy no es para Castilla, donde los mercaderes y otras personas van a conprar y traer mercaderías e provisiones y otras cosas necesarias para el proveymiento e manteni­miento desta ysla por ser, como dicho es, todo de acarreto, que no tiene de propia cosecha ninguna cosa que les baste (...). No se coge vino syno muy poco, y todo se provee del Andaluzía e de Gerés. En ella no ay carne la ques nesqesaria, antes biven siempre con estrema nesqesidad de falta della. Como ya hemos estudiado en otros capítu­los, la isla estará obligada a importaciones de productos básicos, que pueden varias según las épocas, pero la realidad es similar y podemos ratificarla, además de lo expuesto, con algún que otro testimonio de calidad. Se señalaba en las Sinodales de Murga, en 1629: como la gente es tanta, ni le basta su trigo, centeno y cevada, ni su ganado, sino que es menester socorrerla otras islas. En 1676, en fin, es otro prelado, García Ximénez, residente en ella y buen conocedor de sus problemas, quien lo expone nítidamente: es común sentir que un año con otro, aun teniendo medianas cosechas, para personas y animales necessita que le entren de fuera parte, ya sea del Norte, Tercera, o de las otras yslas de este Obispado, hasta cien mil fanegas de todos gra­nos4. Estudiaremos, pues, en este capítulo, los mecanismos y formas de lucha que pone en práctica el Concejo para llevar a buen término los objetivos esbozados.
El control básico del sistema: Las posturas.
El mantenimiento de lo que llamaríamos hoy nivel de vida o poder adquisitivo, que en esa época para la inmensa mayoría significa­ba sencillamente la supervivencia, exige el control de la inflación. Pero antes debemos advertir la dificultad o casi imposibilidad de hablar de este tema con los parámetros rentas salarial-precios de produc­tos básicos, pues en una economía de Antiguo Régimen no sólo el sa­lario no es el único componente a considerar en la economía familiar, sino que en muchos casos carece de importancia o sencillamente no existe.

Lo que sí tiene claro el Ayuntamiento es que debe existir una pos­tura en determinados productos considerados vitales en cuanto forman parte fundamental de la alimentación familiar y —no lo olvidemos— de los jornales que percibían los vecinos que participaban en las zafras azucarera, primero, y vitícola, más adelante. Por tanto, la regulación de una serie de productos básicos y estratégicos constituyó uno de los pilares más firmes de la política económica municipal. Es cierto que algunos aparecen tasados ocasionalmente o sólo durante ciertos perío­dos, pero en general el cereal, su derivado el pan —indicándose el valor de las principales variedades y peso—, el vino, las carnes, el aceite, el pescado..., estarán sometidos a un seguimiento permanente.

Los diputados de meses tendrían la responsabilidad de vigilar la ade­cuación de precios y de otros pormenores fijados por el Ayuntamiento a la realidad, y precisamente el primer punto del orden del día de las sesiones capitulares era el informe de los diputados sobre la situación de los mantenimientos. Para ejecutar las decisiones adoptadas, la Jus­ticia y diputados realizaban visitas de inspección a los puestos de venta, carnicería y pescadería, y en su caso abrían expedientes para sancionar irregularidades o derramaban en la calle el producto que no estuviese en condiciones de ser comercializado.

Nos referimos en primer lugar al precio del trigo, como cereal di­rector, pues en otro apartado trataremos del valor del pan. El Cabildo perderá la batalla sobre la tasa del trigo de las Tercias, que suscitará un pleito entre el recaudador Tomás de Guzmán y la corporación en la década de los sesenta del s. xvi. Una provisión real de 1570 dará la razón a Guzmán, decretando que ese cereal podía venderse libremente, por el precio y a la persona que el recaudador quisiese.
Pero el problema más grave para mantener los precios del grano radicó en la creciente insuficiencia del producto. Las importaciones estaban llamadas a originar carestía, pues el trigo podía llegar a valer hasta 60 rs. (Incluso más) la fanega. El Cabildo observa no pocas veces su impotencia, y es la propia institución la que se obligaba con los mercaderes que financiaban la adquisición del preciado pan a con­ceder total libertad de precios o un margen determinado de ganancia, que en cualquier caso recaía sobre el consumidor. Ello explica la fun­dación de pósitos y montes de piedad entre finales del s. xvi y media­dos del s. xvii.
Continúa en la entrega siguiente.

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