jueves, 29 de agosto de 2013

CAPITULO XV-XVII




EFEMÉRIDES DE  LA NACIÓN CANARIA


UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XVII




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen


1605 julio 22.
Real Cedula de esta fecha autoriza al  Cabildo colonial de Tenerife para: “Que se compren armas de las fábricas reales, real cédula (LL: R.XI/28). Que se libren 25.500 reales a Antonio de Villalpando, en Sevilla, para com­prar con la mitad del dinero arcabuces, por un cuarto mosquetes con sus frascos, moldes y horquetas, y por otro cuarto picas de 25 palmos (Cab. II, 17/5.1614). Mil lanzas y 500 arcabuces vienen de Castro Urdíales en 1618 (Rumeu de Armas, 111,128).

1605 agosto 5.
El Cabildo colonial de Tenerife dispone que: “Que en el Puerto de la Cruz y en Santa Cruz los alimentos que entran de fuera de la isla estén los nuebe días que está mandado a el público, para que cada uno se surta, sin que los revendedores puedan en este término atravesarlos”

El mercado interior

Los regatones o revendedores son los principales enemigos del comercio, según doctrina firme y constante de la autoridad. El uso es­tablecido se sirve de ellos, a la vez que se esfuerza en eliminarlos del circuito comercial. Cuando un navío entra en el puerto de Santa Cruz es costumbre que durante nueve días el público puede acudir y com­prar libremente de las mercancías que trae; sólo después de transcurri­do este plazo, el maestre del navío puede disponer de su carga cedién­dola a algún comerciante o persona que no sea simple vecino. Además, está previsto que los mercaderes extranjeros que navegan acompañando su propia mercancía, no pueden dejarla para la venta a otro mercader que no sea isleño, y que el revendedor no debe venderla De esta manera, el regatón está encerrado en un círculo estrecho de ordenanzas y limitaciones, cuyo primer objeto es evitar el encareci­miento y el acaparamiento de las mercancías.

Pero no es posible elimi­nar a los revendedores: en primer lugar porque son los intermediarios obligados de los ausentes y de los habitantes de otros lugares y, ade­más, porque son vecinos como los demás y, por consiguiente, pueden presentarse a comprar libremente en los navíos desde el primer día de su llegada. Contra los odiados regatones se clama hasta el pie del tro­no, pero inútilmente. Al no poder cortar el mal de raíz, el Cabildo debe componer y estrechar el cerco, por ejemplo, limitando el plazo de que disponen los regatones para ejercitar sus artes nefandas, y obli­gándoles a declarar sus compras en un plazo de 24 horas.

Pero nunca las leyes llegaron a ser tantas como las maneras de burlar la vigilancia de la ley. Algunos vecinos e incluso algunos regido­res intervienen directamente los barcos desde antes de su llegada al puerto, saliendo con chalupas a su encuentro, desde que sus vigías lo han avistado; y de este modo, cuando ha fondeado el navío, ya no queda nada que vender. El Cabildo tiene que preverlo y prohibirlo to­do. Una provisión de la Real Audiencia sale al paso de esta costumbre: sólo se admite la venta de las mercancías que han sido puestas ya en el local de la aduana, con presencia de los diputados de meses. Aun así, escapan al comercio directo las mercancías que vienen consignadas; y el consignatario es un regatón de honor, al que no se le puede tocar. En fin, algunos navíos extranjeros prefieren no descargar de golpe to­da la mercancía que traen para vender: mandan a tierra una lancha con algunos géneros que se venden y, cuando ha vuelto con el vino que ha conseguido a cambio, sueltan otra tanda de la carga, hasta li­quidarla totalmente. Al Cabildo le queda mucho que aprender.
Las vendederas son otra pesadilla para la administración. En lu­gar de despachar el pan en lugares públicos, y preferentemente en la plaza  prefieren despacharlo en su casa, a escondidas, porque, cuando escasea, no lo dan sino a los que les compran también algún cuartillo de vino. Cuando venden uva, cabe sospechar que la han robado y, para evitarlo, se manda que no la vendan sin tener cédula del dueño de la vi­ña de que la tienen comprada10. Las que no tienen tienda puesta, no tie­nen el derecho de vender telas, porque todo cuanto se vende por varas debe despacharse en las tiendas vigiladas por los diputados: pero ellas evitan la ilegalidad que consistiría en medirlas en la calle, vendiéndolas por retazos. Todo es traba y trampa; pero la venta indirecta es un mal necesario y, a pesar de todo, el de las vendederas es buen negocio. Sus ganancias les permiten ayudar al rey con más de 9.000 reales de plata, en 1669, con motivo del donativo acordado por la isla.

Así como no puede impedir la proliferación de los intermedia­rios, la administración no dispone de medios suficientes para suprimir los fraudes; éstos florecen en los momentos de escasez, que son más frecuentes que los de holgura. Hay quien vende frangollo fabricado a base de harina de habas en las carnicerías roban los despojos o ven­den machos acabados de castrar como si fueran castrados de verdad.
El jabón no es jabón, sino un masticóte de cal y sebo que, a pesar de su mala calidad, se vende al0 cuartos la libra, cuando vale menos de doce'. Los plateros mezclan cobre en la plata, los cirieros ponen sebo en la cera y las fábricas de cal de Tejina mezclan la cal con ceniza y tie­rra blanca del Portezuelo. Contra todo esto, el Cabildo grita cuanto puede. No puede mucho, porque él mismo vende caro y compra bara­to y, por otra parte, porque aun no está clara en las mentes la idea del control a la producción.
Sin embargo, el mismo Cabildo ejerce sobre el comercio una es­trecha vigilancia, por medio de los diputados de meses o fieles ejecuto­res, representantes de una triple tutela, de la postura, la inspección y la intervención. La postura ha pasado por todas las vicisitudes que ya co­nocemos. La tendencia general de la política del Cabildo es la de fi­jar los precios por debajo de los reales, con la convicción de que una disposición de la autoridad es suficiente para conseguir el abarata­miento. La inspección periódica de las tiendas tiene por objeto no sólo comprobar que los precios de postura han sido respetados, sino también que la mercancía puesta a la venta se halla en buenas condiciones y es apta para el consumo. En fin, la intervención, que no se puede ejecutar sino en base de órdenes formales del Cabildo, es la incauta­ción de mercancías, generalmente mantenimientos, que no venían destinados a la isla y se hallan casualmente en el puerto, pero que se consideran de primera necesidad e indispensables en algunos momen­tos de emergencia. Esta fórmula de venta forzada, que es frecuente también en otros puertos, se completa con la veda, o sea la prohibi­ción de la exportación de ciertos productos de la isla, en momentos en que escasean en el mercado local.
Otra forma de ayuda económica a las escaseces de las islas era la posibilidad que se les dejaba discretamente abierta, de comerciar con los enemigos en tiempos de guerra. La verdad es que este tráfico no era tan sorprendente entonces como puede parecer ahora. El mismo gobierno español, que prohibía terminantemente el comerciar con los enemigos, solía vender licencias en tiempo de guerra, dejaba entre­abierta la frontera con Francia y dejaba cobrar a los comerciantes fran­ceses sus ganancias del comercio con Indias, por la simple razón que la actitud contraria habría perjudicado a los intereses españoles más que a los franceses. Las islas se hallan en la misma situación o, mejor di­cho, en una situación todavía peor. En los períodos de guerra, los ca­narios no pueden comprar ni vender: como la autarquía no es posible, la autoridad local permite la continuación del tráfico, en la medida de lo posible. Durante la guerra de Sucesión, el gobierno real tuvo que reconocer que esta política era la mejor.

Una real orden del 16 de octubre de 1705 autorizaba a los habi­tantes de las islas para que embarcasen sus vinos en barcos propios o neutrales para cualquier destino, incluyendo los puertos enemigos, y que admitiesen la importación de ciertos géneros enemigos, pagando un indulto de 7% a la hacienda real. Los géneros autorizados eran los que normalmente se podían considerar como indispensables a la eco­nomía nacional: la introducción de alimentos, pescado, carne, mante­ca, madera y cordaje quedaba autorizada para toda España; en 29 de septiembre de 1708 se permitió también la introducción de géneros calificados de ilícitos. Con pocas variaciones, esta pauta se siguió en Canarias casi hasta fines del siglo XVIII.
Las condiciones generales del mercado se reflejan naturalmente en las condiciones particulares del comercio de Santa Cruz. Al coinci­dir su inexistencia administrativa con un tráfico importante, que hace entrar por su puerto todos los mantenimientos de la isla, surge además un problema de repartición de los mismos, que sólo el tiempo se en­cargó de resolver. En efecto, la administración del tráfico se hace desde La Laguna. El problema consiste en saber si los mantenimientos nece­sarios para el consumo del lugar de Santa Cruz se deben separar tam­bién desde arriba. Pronto se había llegado a una especie de arreglo, primero tácito y después reconocido oficialmente, sobre las cantidades que se consideraban suficientes para el abastecimiento del lugar.
A partir de 1559, había quedado establecido por un acuerdo del Cabildo que de todo el pescado que entraba por Santa Cruz, una quinta parte debía quedarse abajo, para el consumo local, con excep­ción de la pesca que entraba por Guadamojete, que debía subir a La Laguna sin sufrir merma alguna. Al aumentar la población de Santa Cruz en el siglo xviii, se aumentaron también las necesidades y con ellas las cantidades de pescado detenido en el lugar, al punto que en 1767 se pedía desde La Laguna que dejasen al menos la mitad de la pesca para la ciudad. Por lo visto, Santa Cruz se sirvió a sí mismo holgadamente, a partir del momento en que pudo hacerlo. En cuanto al pan, La Laguna no permitía a los vecinos de Santa Cruz que se lle­vasen de la ciudad trigo, cebada ni bizcocho alguno, en las épocas de escasez. Cuando le vino bien, Santa Cruz se vengó acaparando más de la mitad de las entradas de trigo que pasaban por su puerto, exacta­mente como en el caso anterior.

En el último cuarto del siglo XVIII, la pugna entre la ciudad y su puerto se había generalizado al punto de invadir también el más neu­tral de los terrenos, el de los abastos. Santa Cruz guardaba para sí la mejor parte de lo que venía de fuera. El Cabildo se vengaba ponien­do particular morosidad en los repartos de trigo procedente de sus propios, escatimando la ración de los de abajo, cuando las importacio­nes no eran suficientes. Se puede decir que laguneros y santacruceros sintieron la separación hasta en sus entrañas. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 14 y ss.)
1605 agosto 8.
El Obispo católico Francisco Martínez de Cisneros, negoció la elevación a parroquia el templo de Los Silos, Tenerife en su visita pastoral a la zona.
En las primeras décadas del siglo XVI ya existió en Los Silos una ermita a la Concepción, construida por el colono Gonzalo Yanes en su hacienda de Daute. Por no disponer de otro templo el lugar, el vecindario asistía allí a misa, si bien tal circunstancia creaba dificultades (lejanía, espacio etc). 

Esto originó, en el pueblo, el deseo de contar con una iglesia propia, situada en el centro del caserío. Con el deseo de dedicarla a la Virgen de La Luz, obtuvieron licencia para su fundación, comprometiéndose los vecinos a levantarla en el plazo de año y medio, con sus propios recursos; de no ser así el visitador del obispado, D. Juan Salbago ordenaría su construcción cargando los gastos.  

Fue el 20 de septiembre de 1568 cuando se firmó, en San Pedro de Daute, escritura pública entre los vecinos, D. Melchor Filguera y D. Amador Gil, y el representante del obispado para conseguir la construcción del templo que en este momento contaba con los cimientos abiertos La Iglesia se estructuró de forma rectangular, en una sola nave y con capilla mayor. Se siguió un proyecto organizado por los maestros canteros de la zona, D. Pedro de Acevedo y D. Miguel de Antunes. Ellos fueron los autores del arco del presbiterio, de la portada principal y lateral, lo mismo que de los ventanales, todo en cantería, es decir de los elementos arquitectónicos en piedra más noble del edificio. El artesonado de la nave, de par y nudillo, fue realizado por el carpintero icodense D. Juan González “El Tuerto” que a su vez hizo el de la capilla mayor.  

La Iglesia quedó concluida en 1570, por lo que los vecinos comparecieron nuevamente, esta vez en Buenavista, para solicitar del Obispo, Fray Juan de Azóloras, la bendición del edificio. Por tanto, quedó adscrita a la parroquia de Buenavista del Norte.
Los vecinos rápidamente solicitaron su elevación a Parroquia desvinculada de La de Buenavista y poder contar con cura establecido en Los Silos. Tales pretensiones fueron contestadas enérgicamente por el párroco de los Remedios, ante esa merma de su beneficio.  
A pesar de ello el obispo D. Francisco Martínez de Cisneros, negoció tal petición en su visita pastoral a la zona, en 8 de agosto de 1605. Esta vez se puso por condición que se realizaran nuevas obras (instalar un coro y ampliar la capilla mayor) para darle un mejor aspecto de iglesia parroquial.  
El entusiasmo del vecindario animó la construcción del coro en forma de tribuna, a los pies de la iglesia, siendo los maestros de los trabajos D. Juan Jordán “El Mozo”, carpintero de Garachico y D. Antonio Vargas que tuvo a su cargo la parte de albañilería.  Aún sin cumplir la segunda obligación, ampliar la capilla mayor, el Obispo no tuvo inconveniente para decretar el día 10 de septiembre de 1605, el nombramiento de un sacerdote exclusivamente para Los Silos.  
Una vez fundada la Parroquia, pasaron casi veinticinco años sin iniciarse la reforma de la capilla mayor esto vino a suceder en 1629.  
Las obras fueron complicadas, ya que se construyó un nuevo arco y gradas, de cantería, realizadas por D. Juan Rivero; además se hizo un nuevo artesonado y algunas puertas por el carpintero D. Juan Antonio Pérez, lo referente a la albañilería estuvo a cargo de los oficiales D. Miguel Felipe y D. Juan Pérez. En 1680 se volvió a reformar el arco de la capilla mayor, con los trabajos efectuados por el maestro cantero D. Marcos de León.  
Con la edificación de las dos capillas laterales se completó la estructura de la iglesia en su aspecto cruciforme.  
En 1614 se fundó la Hermandad de la Misericordia que deseó tener capilla, para lo cual se designó solar en el lado sur y en 1628 para comunicar la capilla con la nave se rompió la parte correspondiente al muro, para instalar un arco de cantería, obra de D. Juan Rivero; esta se terminó en 1641. Lo más sobresaliente en su arquitectura es el artesonado, de planta cuadrada, luciendo ocho faldones y rematado con almizate octogonal, mientras que en lo escultórico es la talla del “Cristo de la Misericordia” datado por primera vez en 1632, escultura de escuela sevillana que a fecha de hoy no se sabe con exactitud quien fue su autor pero podemos decir que son bastante acertadas las tesis del profesor D. Domingo Martínez de la Peña que lo atribuye a los parámetros de la familia Ocampo (imaginero jienense).  
 La capilla del Corazón de Jesús, simétrica a la anterior se edificó a finales del siglo XVII.
En la fachada principal se colocó en 1666 una lucida espadaña para coronar el conjunto. Era de sillares, con dos vanos grandes para las campanas y uno alto más pequeño que terminó el maestro cantero D. Cristóbal Báez.  
A espaldas de la capilla mayor se construyó, en la segunda mitad del siglo XVIII, un camarín o sala alta; comunicado con el nicho de la Virgen del retablo mayor. Bajo esta dependencia se organizó la sacristía, con puertas laterales en la pared del fondo de la capilla.
En 1930 se realizó una enorme obra en la Parroquia a cargo del arquitecto D. Mariano Estanga que afecto fundamentalmente a la cubierta de la nave, ventanales y en especial a la fachada principal El exterior quedó enmascarado en su aspecto tradicional isleño con la colocación de una fachada sobrepuesta primitiva, dominada por una alta torre central sobre un atrio flanqueada por otras dos más recogida en estructura de cemento y en estilo goticista Mientras que para las paredes laterales abrió ventanas romanizantes continuando la corrientes de algunos arquitectos canarios del momento que, en cierros edificios, utilizaban la manera ojival para la fachada principal y el románico para las secundarias.  
Sesenta y nueve años después, es decir, en 1999 comenzaron las obras de restauración que consistieron en: la restitución de la estructura originaria del templo en su nave principal, con la disposición de la totalidad de la estructura de cubierta nueva y cierre de los huecos de nueva apertura; reparación y mantenimiento de volúmenes laterales así como de la fachada principal diferenciándolos del resto del edificio mediante remate de cubiertas distintas con alero y canalón de teja árabe; y demolición de la parte superior de la torre dado el deterioro experimentado
Durante el primer semestre del ano 2001 se colocó el pavimento de todo el interior de la Parroquia y posteriormente las escalinatas exteriores de la misma.
Con ello quedó terminada la restauración de la misma consiguiendo recuperar gran parte de su estructura original, aspecto que contribuye al enriquecimiento del patrimonio histórico de la Villa de Los Silos.
1605 septiembre 5.

Por disposición del Cabildo colonial de Tenerife se manda que la cal y la sal que han llegado a Santa Cruz se vendan «En conformidad de la antigua costumbre que esta ysla tiene a fabor de los vecinos della, que las mercadurías que a los puertos vienen se den por el tanto a los vecinos que las compran por tiempo de nueve días».
 1605 Octubre 21. Sepan qutos esta carta vien como yo xptoval mayner maestre y patron que soy de mi nabio nombrado sta mª de buena bentura questa surto y ancorado en el puerto de las ysletas desta ysla de Canª de biage a pesqueria de berberia otorgo por esta carta que tengo rreçividos de nicu[roto] ortiz mercader vezino desta ysla çiento y çinquenta y seis rreales pª forneçimiento del dho mi nauio por lo qual a de aber la quar[roto] pte de lo que a de aber vn marinero de soldada q baya y benga a la dha pesqueria y de la dha cantidad de çiento y çinquta y seis rreales me doy por contº y entregdo a mi boluntad rrenº las leyes del entrego prueba y paga como en ellas se contiene y el dho niculas ortiz corre el rriesgo desta cantid[roto]obre el dho nauio fletes y aparejos [roto] todo lo [roto] ypoteco al susodho para la paga y siguridad del prinçipal y ganançias expresamente pª no benderlo ni ennaxenarlo en manera alguna hata que primero y ante todas cosas el dho [roto]culas ortiz sea enterado del dho [ilegibles dos líneas] benido que sea de pesqueria a qualquier pte y lugar donde apostare con el dho my nauio dentro de ocho dias despues de aber descargado y con el rriesgo el dho niculas ortiz sobre el dho nauio como esta dho tiempo de vte y quatro oras despues que hubiere surgido en qualquier puerto de buelta de pesqueria y no viniendo a esta ysla dare el dho prinçipal y ganançias a andres hrrs vzno desta ysla de Canª q ba en el dho mi nabio cunº del dho [roto]las ortiz el qual le entregare sin que tenga poder el susodho sino solo con un tanto desta scriptuª y pª cumplir lo en ella contenido obligo mi persª y bse rrayzes y muebles auidos y por aber y doy poder cunpdo a las justª de su magd donde esta escriptuª se presentare a cuyo fuero e jurisdiçion expresamte me someto y rrenº mi propio fuº y jurisdiçion domisi[roto] y vezindad y la ley sit com benerid de jurisdiçion onivn judicum pª que me mden guardar lo aqui contdo como si fuese sentiª difiª de juez compete passda en cosa juzgda rrenº las leyes de mi fabor y la que defide la genªl rrenon de ley se ffª la carta en canª a veynte y un dias del mes de otue año del sor de mill y seisçientos y çinco años y el otorgte a quien yo el scrivº doy   fee que conozco lo firmo de su nre siendo testigo Xptoval myn de aguiar y myn de bera y santo domingo vsº desta ysla
Cristoual mainer.  passo ante mi ranco suares, scrivº pco 
(Rosa Mª González Monllor y José A. Samper Padilla).

1605  agosto 19.
Se habla que «los seis olandeses que se tomaron en el na­vio de los esclavos que robado tenía, que vinieron presos a la cárcel pública desta siudad (La Laguna), a causa de averies nasido dos carbuncos e un encordio, se an sacado de la cárcel e puesto en una cueva, en degredo».

1605 diciembre 16. Se manda informar si es útil a los vecinos colonos de Tenerife hacer en­tradas en Berbería. Se acuerda informar positivamente, por el aumento de las reales rentas, el bien de los vecinos y de las almas convertidas a la fe (Cab. 16/12. 1605). Al haberse publicado mientras tanto la paz con Marruecos, se acuerda solicitar sólo el rescate pacífico (Cab. II, 20/2.1606). Iguales gestiones en 1610 (LL: D.XI1I/10).


Relaciones de los colonos de Canarias con el continente
“La distancia que separa las Canarias de la costa continental (africana) es tan re­ducida, que no resultaría fácil vivir de espaldas al continente. La tierra firme inmediata constituye para Canarias una zona vital, para su pes­ca, para sus comunicaciones, para su tráfico tanto como para su defen­sa y tranquilidad. Las concepciones económicas que dominaban en los albores del mercantilismo, así como la desorganización política y eco­nómica de la costa vecina, brindaban a los europeos las tentaciones de un comercio de aventura. Los portugueses, y luego los españoles, lo­graron asegurarse unas bases entre comerciales y militares en toda la extensión de la costa que va de Oran a la Mina. La ocupación, siquiera parcial, de la zona que hace frente al archipiélago canario fue casi con­temporánea de la conquista de las grandes islas; sin emoareo, qué en esta misma zona donde resultó más difícil mantenerse.

Una de las razones de sus dificultades y de sus fracasos fue el mis­mo objeto potencial de su tráfico. África prometía oro, marfil y algu­nos productos semielaborados que no carecían de interés, tales como el cuero, la miel o la cera; por otra parte, África representaba un im­portante mercado potencial para el trigo canario y para las manufactu­ras europeas, para las cuales la navegación canaria parecía el vehículo predestinado. Sin embargo, el principal aliciente del comercio africano de aventura era el esclavo. No hubiera podido ser de otro modo, una vez agotado el banco de esclavos que, en una primera época, había ofrecido el archipiélago canario recientemente invadido y conquistado.
Esta vez, todas las condiciones se hallaban reunidas. En la economía negra, el hombre era la mercancía que menos costaba, y en la mora, la que más fácilmente se podía conseguir. Las islas estaban bien situadas para beneficiarse, y no dejaron de aprovechar su posición geográfica para esta finalidad. El tráfico de esclavos fue muy activo en Canarias, con Berbería, con Guinea y más tarde, en colaboración con los portugueses, en Angola. La venta de esclavos era el remedio de muchas escaseces; si no fue todavía más activa, fue sobre todo por las muchas trabas que se le ponían desde Madrid. Hasta 1640, mientras se pudo contar con la colaboración de los marineros de Portugal, la intervención de las islas en la trata fue consi­derable: Santa Cruz fue centro de iniciativas mercantiles de este tipo, a la vez que mercado internacional de esclavos, abastecido por los canarios al igual que por los portugueses; luego, a partir de mediados del siglo XVII, los proveedores Rieron sobre todo ingleses y holandeses.
En el siglo XVI, Berbería fue para los canarios una tierra de promi­sión: por lo menos, les dio la falsa impresión de serlo. Los contactos con la costa mora fueron de dos tipos, que a menudo se confunden o coinciden en la misma empresa. Por un lado, el comercio está interesado en el verdadero comercio, en los cambios que ofrece el mercado africa­no, a veces en condiciones muy ventajosas los moros no son sola­mente clientes en potencia, sino que sirven también de intermediarios y de agentes comerciales para los cambios con África negra, de donde se sacan el oro y los esclavos, a cambio de telas y de baratijas. Por otro la­do, resulta a menudo más provechoso esclavizar a los mismos moros, en lugar de comprarles los esclavos: en este caso, la expedición comercial se convierte fácilmente en aventura militar o, como dicen, en cabalgada.
La verdad es que la correría resulta más fácil, quizá más agrada­ble, y goza de mejor consideración que el simple trato comercial. Para poderse dedicar a este último, el mercader debe pasar por el examen del Santo Oficio, tanto a la ida como al regreso; y es frecuente que se vea procesado por tratos con los moros, cuando no con las moras, que es peor, porque, como es de todos sabido, son paganos y enemigos de nuestra fe. En cambio, si se aplica a cautivarlos, el mercader se con­vierte en héroe y sus hazañas le dan lustre además de dinero.
Qué clase de hazañas eran aquéllas, lo dice con ejemplos uno de los más activos promotores de cabalgadas, Juan de Alcázar Morales, ve­cino de Fuerteventura. Una vez, «entrando en el río de Teguía contra tres moros muy valientes que, como se le fueran por un paso y de caba­llo, no pudiesen entrar por el río, se bajó el dicho Juan de Alcázar de Morales por el río y pasó y se combatió con los tres moros y hirió a dos de ellos y los prendió a todos tres. Y así mesmo alcanzó en otra jornada a dos hermanos moros y, combatiéndose con ellos, les tiró un tajo con el espada y le echó las tripas de fuera, y al otro cortó de raíz el brazo, y los traxo presos ambos». En otra expedición, acaudillada por Fernand Arias de Saavedra, dieron los españoles con una cueva y «como no osasen en­trar los demás, él entró solo desnudo con un puñal en la cinta, y sacó por la greña uno a uno cinco moros que estavan dentro de los dichos herguenes, escondidos en la dicha cueva». En otros términos, aquellos moros eran campesinos pacíficos, que se dejaban sorprender casi tan in­defensos como los negros. Tan seguros estaban los caballeros expedicio­narios de volver con buena presa, que a veces la vendían de antemano.

También es verdad que la primera modalidad de contacto, el co­mercio pacífico y, por decirlo así, clásico, daba a menudo malos resul­tados: siempre cabía la posibilidad de que fuese el comerciante español quien se quedaba prisionero. Santa Cruz de Mar Pequeña había sido fundado precisamente para servir de protección al tráfico. Pero la acti­tud de ambas partes no hacía más que aumentar las desconfianzas, y el establecimiento de relaciones normales se hacía cada vez más difícil. El principio de la cabalgada contra los moros no sólo había quedado legalmente admitido, sino que fue estimulado y en cierto modo subven­cionado, por haber abandonado la corona a los habitantes de Tenerife el derecho del quinto, que tenía sobre todas las presas.

De 1508 a 1560, las expediciones de «rescate» a Berbería son muy frecuentes. Desde Las Palmas «todos los años se hazen armadas y entradas en la Berbería», y lo mismo se puede decir de Santa Cruz. De este último puerto, algunas veces salen dos expediciones al mismo tiempo. Las actividades de algunos caudillos son impresionantes. A don Agustín de Herrera, futuro marqués de Lanzarote, se le atribuyen unas 14 expediciones entre 1556 y 1569, es decir una cada año. Luis de Aday aprovechó su posición privilegiada de alcaide de Santa Cruz de Mar Pequeña, para multiplicar los rescates, que pagó al fin y al ca­bo con su propia libertad. La historia de las expediciones de rescate a que han salido de Santa Cruz, ocuparía todo un libro.

Pero si es cierto que cualquier comercio representa una suma de riesgos, el de los rescates o cabalgadas es un riesgo mucho mayor que los acostumbrados. No cabe duda, v cualquier comerciante lo sabe, que el mayor riesgo llama la mayor ganancia; pero también se sabe que todos los juegos de azar son peligrosos. Los moros del continente africano no tardaron en contestar al desafío y rápidamente, en lugar de conformarse con defenderse, pasaron a la ofensiva. La segunda par­te del siglo XVI está llena de piraterías moriscas, que asolaron práctica­mente la isla de Lanzarote y ocasionaron grandes daños en las demás. A lo largo del siglo siguiente, la amenaza se instaló con carácter per­manente. Los piratas moriscos entraban casi todos los años en aguas canarias, detenían a los pescadores, atacaban los navíos, ejecutaban rá­pidos desembarcos e incursiones en las islas. Los cautivos canarios en tierras de África llegaron a ser numerosos. Como las condiciones de vida no eran muy diferente y las perspectivas de libertad eran pocas, muchos se quedaron, y algunos renegaron de su fe. El vecindario de Santa Cruz fue uno de los que mayor tributo de sangre pagó a África musulmana.
Por otra parte, las expediciones a la costa de África tropezaban con la vigilancia y la oposición enconada de los portugueses. La coro­na de Portugal había obtenido el reconocimiento por tratado de sus derechos exclusivos sobre aquella zona de la costa, y los conflictos de jurisdicción fueron frecuentes, desde el siglo XV. Los intereses encon­trados de las dos naciones fueron causa de continuas desavenencias, represalias y pleitos. Finalmente, el rey de Portugal consiguió en 1564 la licencia del rey de España, para delegar en el licenciado Esquivel las funciones de juez de todas las expediciones canarias a Berbería y Guinea. La organización de las cabalgadas, que hasta entonces había sido relativamente libre, recibía de este modo un golpe, que no ha­bía de ser el último: una real cédula de 14 de febrero de 1572 prohibió definitivamente las incursiones y cerró la puerta del mercado de es­clavos magrebí.
Durante algún tiempo, el Cabildo de Tenerife abrigó la esperanza de poder reanudar aquellas actividades, que a él se le antojaban prove­chosas a la vez que perfectamente justificadas desde el punto de vista de la fe. A pesar de la tendencia a la paz, o quizá con la intención de aprovecharla, solicitó la renovación del trato con Berbería, siquiera con el título de rescate pacífico. Pero la política española había cambiado. Mucho más tarde, cuando algunos refugiados franceses, de los hugonotes desterrados por Luís XIV, propusieron poblar y defender el fuerte de Santa Cruz de Mar Pequeña, el proyecto fue rechazado por el gobierno de Madrid: quizá en la negativa había tenido alguna influencia la consideración de la condición de herejes de quienes ofre­cían de aquel modo sus servicios.

Consideradas en su conjunto, las relaciones con Berbería presen­tan un falso aspecto militar y guerrero, que podría inducir a pensar que tienen poco que ver con el comercio. Es, sin embargo, una abertu­ra violenta de mercados, y en aquella época la intervención de la vio­lencia no era nada rara. Es verdad que puede parecer curioso un comer­cio que se practica con las armas en la mano, pero también sería un error confundir la piratería con el arte militar. Durante largos siglos, la navegación en general se ha asociado y en gran parte se ha confundido con la aventura y con la piratería. La que ejercieron los colonos canarios en la costa de África pudo representar algunas ventajas momentáneas e indi­viduales: al fin y al cabo, sus resultados fueron desastrosos.
A las rapiñas africanas, que provocaron la reacción mora, se debe la pobreza y el estado de abandono histórico de las dos islas orientales, Lanzarote y Fuerteventura, las víctimas preferidas de las invasiones. Mientras hubo en ellas esclavos moros, huyeron los vecinos, para evitar la promiscuidad y la contaminación; y al inversarse la corriente, la población cristiana se vio diezmada a su vez por las incursiones ber­beriscas. A ellas se deben las frecuentes visitas de piratas africanos en aguas canarias, y las condiciones precarias, cuando no angustiosas, de la necesaria convivencia con el continente vecino. Ellas fueron, en fin, el espléndido modelo de la piratería inglesa, que hizo aquí su aprendi­zaje, en íntima colaboración con los piratas tinerfeños.

A pesar de todo, las perspectivas de la aventura congeniaban con la falta de sustancia y de constancia del comercio canario. La trata fue, durante más de un siglo, un oficio muy lucrativo. A partir de fines del siglo XVI y hasta 1640, los esclavos fueron principalmente bantúes de Angola. La explotación de esta zona fue activa sobre todo a partir de 1587, cuando dos vecinos de Lisboa consiguieron el monopolio o el arrendamiento de la trata, pagando a la corona once contos, y a partir de 1594 unos 25 contos al año, a título de renta. Como Portugal no era todavía productor de vinos y no tenía mucho que exportar, el tráfico se organizó sobre la base de una cooperación luso - canaria, que siguió siendo estrecha a lo largo de toda esta época. El sistema era siempre el mismo. El navío portugués venía a embarcar vino canario en una de las islas, pero preferentemente en Santa Cruz, y se lo llevaba a Loanda, donde su venta o trueque proporcionaba los fondos necesa­rios para la compra de esclavos. Los esclavos se embarcaban luego en el mismo navío, con destino legal y declarado al Brasil. A menudo llegaban a su destino, porque los esclavos se vendían bien en Brasil; pero no faltan los casos en que el destino real del cargamento era la Tierra Firme o Nueva España.
El mismo sistema de compraventa se aplicaba, con igual éxito, en el comercio con esclavos de Guinea. Este tráfico triangular producía buenas utilidades a los cosecheros tinerfeños, que no sólo vendían así sus vinos, sino que participaban también en las ganancias de la trata.
Este comercio quedó arruinado en 1640, menos por la secesión portu­guesa que por la ocupación holandesa de Angola de 1641 a 1648.

En el siglo XVIII se producen en Santa Cruz dos intentos de activa­ción de la trata. Aunque no se diga nada al respecto en la poca docu­mentación que sobre ella conocemos, es de suponer que la expedición a Fernando Po y Anobón, en 1779 - 1782, respondía principalmente a esta preocupación. Su organización y ejecución habían sido encargadas al juez de Indias en Tenerife, Bartolomé Casabuena y Guerra. Quizá este proyecto, que no dio los resultados inmediatos que se podían espe­rar, era el mismo que estaba estudiando en 1784 el marqués de Branciforte, por especial encargo del conde de Floridablanca.
Se trataba, en las ideas del ministro, de organizar un comercio es­pañol de esclavos, para proveer de mano de obra las colonias españolas de América y regularizar aquel mercado, que se hallaba en manos de extranjeros. Brancifbrte formó un proyecto, que sometió al examen del gobierno de la metrópoli. Se preveía la fundación de una factoría que debía esta­blecerse en la costa africana o, si esto no fuese posible, en el acuerdo con alguna nación extranjera interesada en el asunto. Se consideraba suficiente un capital inicial de 50.000 pesos, dividido por acciones. Con una parte de aquel dinero se compraría un buque de fábrica francesa o canaria, capaz para 300 y hasta 400 negros. La zona óptima para buscar la “mercancía” le parecía ser la situada más allá del río Senegal, entre los 15° y los 5°: allí calculaba que se podía hacer el lleno de la carga en menos de dos meses, además de la posibilidad de conseguir oro en polvo, marfil y goma. Parecía preferible dotar el barco con una tripulación canaria, que era mejor que otras para tales misiones: de ha­ber reclutado entre gente del Norte, su número hubiera debido ser dos veces mayor. No se podría decir que Branciforte no había tomado en serio su encargo. No consta que su proyecto haya merecido alguna atención particular en la corte.

Mientras tanto, las relaciones con Marruecos seguían rumbos mucho más pacíficos. En la primera mitad del siglo xviii, los contac­tos comerciales no habían sido frecuentes ni importantes: pero existía por lo menos una corriente comercial, que podía ir desarrollándose sin inconveniente. Como aun no existían tratados entre los dos paí­ses, se hacía necesaria la autorización del Consejo de Castilla cada vez que se debían traer de Berbería los productos juzgados indispensa­bles, principalmente el trigo en períodos de carestía y la cera, de que la zona continental vecina era gran productora. Como en el siglo anterior, subsistían las dificultades de contacto, que salvaban a menu­do comerciantes ingleses, o franceses establecidos en Santa Cruz, que tenían correspondencia con otros franceses residentes en Berbería. La libertad de comercio con Marruecos fue decretada en 1766, y las aduanas de Santa Cruz y de La Palma fueron habilitadas inmediata­mente para este comercio. Como los años de 1768 a 1772 fueron todos malos para la agricultura, aquel nuevo comercio resultó provi­dencial para Canarias: se pudieron importar grandes cantidades de tri­go de Mogador —con el inconveniente de tener que pagarlo en di­nero contante, porque a los moros no les interesaba la malvasía como moneda de cambio.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 58 y ss.).

1605 diciembre 29.

La familia de negros libertos constituida por Antón Pérez Cabeza y su mujer Juana García, vecinos del Señorío de Agüimes, por la compra de terrenos efectuada, se trasladaron al Barranco de Tirajana. Con ese mismo nombre y apellido, Antón Pérez Cabeza, existió en el siglo XVI uno de los propietarios del ingenio azucarero de Aguatona o Agüimes, que el año de 1534 compro una esclava negra, de nombre Catalina, a Alonso de Alcalá y Francisco Galiano. No podemos descartar que el negro Antón sea descendiente de los esclavos del antes mencionado, que al ser adquirido, o nacer en cautividad y bautizado adquiría el nombre de su padrino de bautismo o propietario.

"Sepan cuantos esta carta vieren como yo, Marcos de león, regidor de esta isla y vecino de esta ciudad de Telde, que es en esta isla de Gran Canaria, otorgo y conozco por la presente carta por mí y en nombre de herederos y sucesores y para quien de vos a vuestros herederos y sucesores y para quien de vos o de ellos diere causa, tribulación y recurso, es a saber, que todas las tierras limpias de pan sembrar y cercado con todas las higueras que hay y todas las cuevas que asimismo hay y todas las tierras montuosas, todo lo cual es en el Barranco, donde dicen Cueva Grande, y asimismo en toda el agua que se pudiere tomar y aprovechar de dicho Barranco de Tirajana, que linda todo dicho ello tierras limpias y montuosas por la parte de abajo con la cueva que dicen de Palos, y por la parte de arriba el troncar que dicen de la Palma, y por un lado los Cochillos y Riscos que vienen a dar a la dicha cueva de Palos, que caen hacia la parte y banda de Agüimes, y por la otra parte las tierras que dicen del gallego, y por abajo Riscos; todo lo cual que hay de los dichos linderos e agua e higueras todo ello es mío y me fue dado por dote y casamiento con María de Cárdenes, mi mujer, y lo he poseído según y como lo tenía y poseía Martín Asensio y Francisco Hernández, morisco, todo lo cual susodicho os doy al dicho censo y tributo y para siempre jamás, con todas sus entradas y salidas, usos y costumbres, derechos y servidumbres cuantas lo susodicho allí tienen, así de hecho como de derecho, e por libre de otro censo y tributo ni hipoteca ni señorío especial ni general que sobre ello tenga ninguna persona, y por precio y contra de cuarenta y cuatro reales nuevos de censo y tributo en cada año, pagados por el día primero de Pascua de Navidad de cada año... Y para ejecución y cumplimiento de todo lo susodicho, obligamos nuestras personas y bienes habidos y por haber que el dicho Antón Pérez Cabeza, para más seguridad de este tributo, hipoteco por expresa y especial hipoteca seis colmenas que tengo con sus corchos en dicho Barranco de Tirajana, y asimismo una casa que tengo mía terrera en la villa de Agüimes, que está a la parte de arriba de dicha villa, que linda por una banda con casa y heredad de Francisco Sánchez, y por otra parte, Iglesia de San Antón. Telde, 29 de diciembre de 1605, ante el escribano Francisco Cubas." [AAM. Autos del Convento de San Pedro Mártir contra D. Francisco Manrique. 1724.Leg. 7, fol. 3 vº.]






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