jueves, 29 de agosto de 2013

CONTINUAN LAS ACCIONES DEPREDADORAS DE LOS CRIOLLOS CANARIOS EN ELCONTINENTE






Eduardo Pedro García Rodríguez

1605 diciembre 16. Se manda informar si es útil a los vecinos colonos de Tenerife hacer en­tradas en Berbería. Se acuerda informar positivamente, por el aumento de las reales rentas, el bien de los vecinos y de las almas convertidas a la fe (Cab. 16/12. 1605). Al haberse publicado mientras tanto la paz con Marruecos, se acuerda solicitar sólo el rescate pacífico (Cab. II, 20/2.1606). Iguales gestiones en 1610 (LL: D.XI1I/10).


Relaciones de los colonos de Canarias con el continente
“La distancia que separa las Canarias de la costa continental (africana) es tan re­ducida, que no resultaría fácil vivir de espaldas al continente. La tierra firme inmediata constituye para Canarias una zona vital, para su pes­ca, para sus comunicaciones, para su tráfico tanto como para su defen­sa y tranquilidad. Las concepciones económicas que dominaban en los albores del mercantilismo, así como la desorganización política y eco­nómica de la costa vecina, brindaban a los europeos las tentaciones de un comercio de aventura. Los portugueses, y luego los españoles, lo­graron asegurarse unas bases entre comerciales y militares en toda la extensión de la costa que va de Oran a la Mina. La ocupación, siquiera parcial, de la zona que hace frente al archipiélago canario fue casi con­temporánea de la conquista de las grandes islas; sin emoareo, qué en esta misma zona donde resultó más difícil mantenerse.

Una de las razones de sus dificultades y de sus fracasos fue el mis­mo objeto potencial de su tráfico. África prometía oro, marfil y algu­nos productos semielaborados que no carecían de interés, tales como el cuero, la miel o la cera; por otra parte, África representaba un im­portante mercado potencial para el trigo canario y para las manufactu­ras europeas, para las cuales la navegación canaria parecía el vehículo predestinado. Sin embargo, el principal aliciente del comercio africano de aventura era el esclavo. No hubiera podido ser de otro modo, una vez agotado el banco de esclavos que, en una primera época, había ofrecido el archipiélago canario recientemente invadido y conquistado.
Esta vez, todas las condiciones se hallaban reunidas. En la economía negra, el hombre era la mercancía que menos costaba, y en la mora, la que más fácilmente se podía conseguir. Las islas estaban bien situadas para beneficiarse, y no dejaron de aprovechar su posición geográfica para esta finalidad. El tráfico de esclavos fue muy activo en Canarias, con Berbería, con Guinea y más tarde, en colaboración con los portugueses, en Angola. La venta de esclavos era el remedio de muchas escaseces; si no fue todavía más activa, fue sobre todo por las muchas trabas que se le ponían desde Madrid. Hasta 1640, mientras se pudo contar con la colaboración de los marineros de Portugal, la intervención de las islas en la trata fue consi­derable: Santa Cruz fue centro de iniciativas mercantiles de este tipo, a la vez que mercado internacional de esclavos, abastecido por los canarios al igual que por los portugueses; luego, a partir de mediados del siglo XVII, los proveedores Rieron sobre todo ingleses y holandeses.
En el siglo XVI, Berbería fue para los canarios una tierra de promi­sión: por lo menos, les dio la falsa impresión de serlo. Los contactos con la costa mora fueron de dos tipos, que a menudo se confunden o coinciden en la misma empresa. Por un lado, el comercio está interesado en el verdadero comercio, en los cambios que ofrece el mercado africa­no, a veces en condiciones muy ventajosas los moros no son sola­mente clientes en potencia, sino que sirven también de intermediarios y de agentes comerciales para los cambios con África negra, de donde se sacan el oro y los esclavos, a cambio de telas y de baratijas. Por otro la­do, resulta a menudo más provechoso esclavizar a los mismos moros, en lugar de comprarles los esclavos: en este caso, la expedición comercial se convierte fácilmente en aventura militar o, como dicen, en cabalgada.
La verdad es que la correría resulta más fácil, quizá más agrada­ble, y goza de mejor consideración que el simple trato comercial. Para poderse dedicar a este último, el mercader debe pasar por el examen del Santo Oficio, tanto a la ida como al regreso; y es frecuente que se vea procesado por tratos con los moros, cuando no con las moras, que es peor, porque, como es de todos sabido, son paganos y enemigos de nuestra fe. En cambio, si se aplica a cautivarlos, el mercader se con­vierte en héroe y sus hazañas le dan lustre además de dinero.
Qué clase de hazañas eran aquéllas, lo dice con ejemplos uno de los más activos promotores de cabalgadas, Juan de Alcázar Morales, ve­cino de Fuerteventura. Una vez, «entrando en el río de Teguía contra tres moros muy valientes que, como se le fueran por un paso y de caba­llo, no pudiesen entrar por el río, se bajó el dicho Juan de Alcázar de Morales por el río y pasó y se combatió con los tres moros y hirió a dos de ellos y los prendió a todos tres. Y así mesmo alcanzó en otra jornada a dos hermanos moros y, combatiéndose con ellos, les tiró un tajo con el espada y le echó las tripas de fuera, y al otro cortó de raíz el brazo, y los traxo presos ambos». En otra expedición, acaudillada por Fernand Arias de Saavedra, dieron los españoles con una cueva y «como no osasen en­trar los demás, él entró solo desnudo con un puñal en la cinta, y sacó por la greña uno a uno cinco moros que estavan dentro de los dichos herguenes, escondidos en la dicha cueva». En otros términos, aquellos moros eran campesinos pacíficos, que se dejaban sorprender casi tan in­defensos como los negros. Tan seguros estaban los caballeros expedicio­narios de volver con buena presa, que a veces la vendían de antemano.

También es verdad que la primera modalidad de contacto, el co­mercio pacífico y, por decirlo así, clásico, daba a menudo malos resul­tados: siempre cabía la posibilidad de que fuese el comerciante español quien se quedaba prisionero. Santa Cruz de Mar Pequeña había sido fundado precisamente para servir de protección al tráfico. Pero la acti­tud de ambas partes no hacía más que aumentar las desconfianzas, y el establecimiento de relaciones normales se hacía cada vez más difícil. El principio de la cabalgada contra los moros no sólo había quedado legalmente admitido, sino que fue estimulado y en cierto modo subven­cionado, por haber abandonado la corona a los habitantes de Tenerife el derecho del quinto, que tenía sobre todas las presas.

De 1508 a 1560, las expediciones de «rescate» a Berbería son muy frecuentes. Desde Las Palmas «todos los años se hazen armadas y entradas en la Berbería», y lo mismo se puede decir de Santa Cruz. De este último puerto, algunas veces salen dos expediciones al mismo tiempo. Las actividades de algunos caudillos son impresionantes. A don Agustín de Herrera, futuro marqués de Lanzarote, se le atribuyen unas 14 expediciones entre 1556 y 1569, es decir una cada año. Luis de Aday aprovechó su posición privilegiada de alcaide de Santa Cruz de Mar Pequeña, para multiplicar los rescates, que pagó al fin y al ca­bo con su propia libertad. La historia de las expediciones de rescate a que han salido de Santa Cruz, ocuparía todo un libro.

Pero si es cierto que cualquier comercio representa una suma de riesgos, el de los rescates o cabalgadas es un riesgo mucho mayor que los acostumbrados. No cabe duda, v cualquier comerciante lo sabe, que el mayor riesgo llama la mayor ganancia; pero también se sabe que todos los juegos de azar son peligrosos. Los moros del continente africano no tardaron en contestar al desafío y rápidamente, en lugar de conformarse con defenderse, pasaron a la ofensiva. La segunda par­te del siglo XVI está llena de piraterías moriscas, que asolaron práctica­mente la isla de Lanzarote y ocasionaron grandes daños en las demás. A lo largo del siglo siguiente, la amenaza se instaló con carácter per­manente. Los piratas moriscos entraban casi todos los años en aguas canarias, detenían a los pescadores, atacaban los navíos, ejecutaban rá­pidos desembarcos e incursiones en las islas. Los cautivos canarios en tierras de África llegaron a ser numerosos. Como las condiciones de vida no eran muy diferente y las perspectivas de libertad eran pocas, muchos se quedaron, y algunos renegaron de su fe. El vecindario de Santa Cruz fue uno de los que mayor tributo de sangre pagó a África musulmana.
Por otra parte, las expediciones a la costa de África tropezaban con la vigilancia y la oposición enconada de los portugueses. La coro­na de Portugal había obtenido el reconocimiento por tratado de sus derechos exclusivos sobre aquella zona de la costa, y los conflictos de jurisdicción fueron frecuentes, desde el siglo XV. Los intereses encon­trados de las dos naciones fueron causa de continuas desavenencias, represalias y pleitos. Finalmente, el rey de Portugal consiguió en 1564 la licencia del rey de España, para delegar en el licenciado Esquivel las funciones de juez de todas las expediciones canarias a Berbería y Guinea. La organización de las cabalgadas, que hasta entonces había sido relativamente libre, recibía de este modo un golpe, que no ha­bía de ser el último: una real cédula de 14 de febrero de 1572 prohibió definitivamente las incursiones y cerró la puerta del mercado de es­clavos magrebí.
Durante algún tiempo, el Cabildo de Tenerife abrigó la esperanza de poder reanudar aquellas actividades, que a él se le antojaban prove­chosas a la vez que perfectamente justificadas desde el punto de vista de la fe. A pesar de la tendencia a la paz, o quizá con la intención de aprovecharla, solicitó la renovación del trato con Berbería, siquiera con el título de rescate pacífico. Pero la política española había cambiado. Mucho más tarde, cuando algunos refugiados franceses, de los hugonotes desterrados por Luís XIV, propusieron poblar y defender el fuerte de Santa Cruz de Mar Pequeña, el proyecto fue rechazado por el gobierno de Madrid: quizá en la negativa había tenido alguna influencia la consideración de la condición de herejes de quienes ofre­cían de aquel modo sus servicios.

Consideradas en su conjunto, las relaciones con Berbería presen­tan un falso aspecto militar y guerrero, que podría inducir a pensar que tienen poco que ver con el comercio. Es, sin embargo, una abertu­ra violenta de mercados, y en aquella época la intervención de la vio­lencia no era nada rara. Es verdad que puede parecer curioso un comer­cio que se practica con las armas en la mano, pero también sería un error confundir la piratería con el arte militar. Durante largos siglos, la navegación en general se ha asociado y en gran parte se ha confundido con la aventura y con la piratería. La que ejercieron los colonos canarios en la costa de África pudo representar algunas ventajas momentáneas e indi­viduales: al fin y al cabo, sus resultados fueron desastrosos.
A las rapiñas africanas, que provocaron la reacción mora, se debe la pobreza y el estado de abandono histórico de las dos islas orientales, Lanzarote y Fuerteventura, las víctimas preferidas de las invasiones. Mientras hubo en ellas esclavos moros, huyeron los vecinos, para evitar la promiscuidad y la contaminación; y al inversarse la corriente, la población cristiana se vio diezmada a su vez por las incursiones ber­beriscas. A ellas se deben las frecuentes visitas de piratas africanos en aguas canarias, y las condiciones precarias, cuando no angustiosas, de la necesaria convivencia con el continente vecino. Ellas fueron, en fin, el espléndido modelo de la piratería inglesa, que hizo aquí su aprendi­zaje, en íntima colaboración con los piratas tinerfeños.

A pesar de todo, las perspectivas de la aventura congeniaban con la falta de sustancia y de constancia del comercio canario. La trata fue, durante más de un siglo, un oficio muy lucrativo. A partir de fines del siglo XVI y hasta 1640, los esclavos fueron principalmente bantúes de Angola. La explotación de esta zona fue activa sobre todo a partir de 1587, cuando dos vecinos de Lisboa consiguieron el monopolio o el arrendamiento de la trata, pagando a la corona once contos, y a partir de 1594 unos 25 contos al año, a título de renta. Como Portugal no era todavía productor de vinos y no tenía mucho que exportar, el tráfico se organizó sobre la base de una cooperación luso - canaria, que siguió siendo estrecha a lo largo de toda esta época. El sistema era siempre el mismo. El navío portugués venía a embarcar vino canario en una de las islas, pero preferentemente en Santa Cruz, y se lo llevaba a Loanda, donde su venta o trueque proporcionaba los fondos necesa­rios para la compra de esclavos. Los esclavos se embarcaban luego en el mismo navío, con destino legal y declarado al Brasil. A menudo llegaban a su destino, porque los esclavos se vendían bien en Brasil; pero no faltan los casos en que el destino real del cargamento era la Tierra Firme o Nueva España.
El mismo sistema de compraventa se aplicaba, con igual éxito, en el comercio con esclavos de Guinea. Este tráfico triangular producía buenas utilidades a los cosecheros tinerfeños, que no sólo vendían así sus vinos, sino que participaban también en las ganancias de la trata.
Este comercio quedó arruinado en 1640, menos por la secesión portu­guesa que por la ocupación holandesa de Angola de 1641 a 1648.

En el siglo XVIII se producen en Santa Cruz dos intentos de activa­ción de la trata. Aunque no se diga nada al respecto en la poca docu­mentación que sobre ella conocemos, es de suponer que la expedición a Fernando Po y Anobón, en 1779 - 1782, respondía principalmente a esta preocupación. Su organización y ejecución habían sido encargadas al juez de Indias en Tenerife, Bartolomé Casabuena y Guerra. Quizá este proyecto, que no dio los resultados inmediatos que se podían espe­rar, era el mismo que estaba estudiando en 1784 el marqués de Branciforte, por especial encargo del conde de Floridablanca.
Se trataba, en las ideas del ministro, de organizar un comercio es­pañol de esclavos, para proveer de mano de obra las colonias españolas de América y regularizar aquel mercado, que se hallaba en manos de extranjeros. Brancifbrte formó un proyecto, que sometió al examen del gobierno de la metrópoli. Se preveía la fundación de una factoría que debía esta­blecerse en la costa africana o, si esto no fuese posible, en el acuerdo con alguna nación extranjera interesada en el asunto. Se consideraba suficiente un capital inicial de 50.000 pesos, dividido por acciones. Con una parte de aquel dinero se compraría un buque de fábrica francesa o canaria, capaz para 300 y hasta 400 negros. La zona óptima para buscar la “mercancía” le parecía ser la situada más allá del río Senegal, entre los 15° y los 5°: allí calculaba que se podía hacer el lleno de la carga en menos de dos meses, además de la posibilidad de conseguir oro en polvo, marfil y goma. Parecía preferible dotar el barco con una tripulación canaria, que era mejor que otras para tales misiones: de ha­ber reclutado entre gente del Norte, su número hubiera debido ser dos veces mayor. No se podría decir que Branciforte no había tomado en serio su encargo. No consta que su proyecto haya merecido alguna atención particular en la corte.

Mientras tanto, las relaciones con Marruecos seguían rumbos mucho más pacíficos. En la primera mitad del siglo xviii, los contac­tos comerciales no habían sido frecuentes ni importantes: pero existía por lo menos una corriente comercial, que podía ir desarrollándose sin inconveniente. Como aun no existían tratados entre los dos paí­ses, se hacía necesaria la autorización del Consejo de Castilla cada vez que se debían traer de Berbería los productos juzgados indispensa­bles, principalmente el trigo en períodos de carestía y la cera, de que la zona continental vecina era gran productora. Como en el siglo anterior, subsistían las dificultades de contacto, que salvaban a menu­do comerciantes ingleses, o franceses establecidos en Santa Cruz, que tenían correspondencia con otros franceses residentes en Berbería. La libertad de comercio con Marruecos fue decretada en 1766, y las aduanas de Santa Cruz y de La Palma fueron habilitadas inmediata­mente para este comercio. Como los años de 1768 a 1772 fueron todos malos para la agricultura, aquel nuevo comercio resultó provi­dencial para Canarias: se pudieron importar grandes cantidades de tri­go de Mogador —con el inconveniente de tener que pagarlo en di­nero contante, porque a los moros no les interesaba la malvasía como moneda de cambio.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 58 y ss.).

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