sábado, 7 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XXV




EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XXV




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

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En principio, los forasteros quedaban excluidos del comercio de Indias y, además, les estaba prohibido embarcar a las mismas. Para co­merciar con el nuevo continente hacía falta ser natural de los reinos de España.
Sin embargo, la definición del natural no parece haber sido ri­gurosa: incluye al vecino comerciante (1558), al natural de los reinos de España (1559), al vecino de Canarias (1566), a los extranjeros con diez años de residencia y con casa y mujer española (1718). Pero la penetración extranjera no necesitaba de la presencia física del forastero ni de su viaje en un navío cargado de vinos. Todo el comercio de In­dias estaba en sus manos, tanto a la salida como a la llegada, en Sevilla tanto como en Cádiz o en Canarias. Según las estadísticas oficiales, de las 27.000 toneladas de mercancías que se habían enviado de España a América en 1686, sólo 1.500 eran propiedad española. En 1691 la situación no había mejorado: los españoles tenían en su posesión el 3,8% del comercio indiano, la mitad de la parte detentada por los hamburgueses y seis veces menos que los franceses.

En Canarias no se podía esperar una situación diferente. El juez de Indias pensaba, quizá sinceramente, que el contrabando resultaba difícil, porque se precisaban capitales para poder enviar géneros del norte a América. Los canarios, razonaba él, «no pueden ni tienen posi­bilidad de poder embarcar (aunque no les fuera prohivido), ninguno de los géneros prohividos», por no tener dinero con que comprarlos. Esta simpleza era digna de un juez de Indias: para dinero estaban allí los comerciantes forasteros. Los capitales extranjeros eran los que facilitaban todas las salidas, tanto si eran legales, en el marco de la per­misión, como si representaban un contrabando. En este último no in­tervienen sólo los capitales, sino también los navíos extranjeros. A pesar de la opacidad de su juez, el Consejo acabó dándose cuenta de ello; por esto recurrió en 1728 a la medida exagerada y absurda de la expulsión de todos los comerciantes extranjeros de Canarias, emplean­do para este fin la mano poco suave del comandante general de la colonia, Valhermoso.

Sin embargo, no conviene exagerar las cosas en el sentido con­trario a la interpretación del juez de Indias. Lo más probable es que la situación era infinitamente mejor que en Cádiz: la base del comercio canario era la exportación de su propio producto, cuya comercializa­ción era posible sin exagerada intervención del dinero extranjero.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 70 y ss.).

1610.
Según un bando del gobernador colonial Juan de Espinosa, incitaba a: “guardar las reales premáticas del reyno, en los tapa­dos de las mugeres y excesos de trages, que en esta ysla es de mucha consideración”. (LE: D.XHI/10).
Los paseos en el puerto de Santa Cruz de Añazu
“Uno de los problemas más difíciles y más extraños de las socieda­des organizadas es la programación del ocio. La expresión es absurda, porque encierra una contradicción evidente, pero también es absurda la idea en sí que se impone sin embargo como una necesidad. El ocio deja al individuo inútil y vacante y el único remedio que le queda para llenar su propio vacío es remedar lo que hacen los demás, que tampo­co saben qué hacer. Entonces es cuando se inventan o aparentan pro­ducirse espontáneamente algunas falsas preocupaciones colectivas, el circo, el fútbol, la televisión, que secuestran al individuo y lo bloquean con su consentimiento, proporcionándole el empleo superficial que anhelaba. La sociedad primitiva ignoraba este problema, mientras el mundo moderno dispone ya de medios poderosos de embrutecimien­to colectivo. La sociedad de los siglos pasados pertenece a una época de transición, en que las ganas existen, pero son insuficientes o faltan del todo los medios apropiados para satisfacerlas.
En Santa Cruz, la gente no tenía mucho que hacer, ni para traba­jar ni para divertirse. Si se considera que las cuatro quintas partes de la población no desarrollaban ninguna actividad específica, con excep­ción de la fundamental, que es vivir, y si se tiene en cuenta que la vida urbana casi no ofrecía recursos, resulta difícil imaginar la existencia diaria de aquellos hombres, vista desde dentro, a partir de aquel vacío interior que tan pocos objetos podían ocupar. Se entiende el que las mujeres, para quienes quedan cerradas todas las demás puertas, se su­man en la santurronería o en la prostitución, que son las dos solucio­nes extremas del desempleo. Se entiende el que los hombres hagan fie­ros y se maten por nimiedades, para saber quién va a pasar primero por esa puerta o rondar por aquella calle, porque los problemas hay que crearlos, cuando no existen. Se entiende el que toda persona ocio­sa esté tratada por la ley como un vago y perseguida como un animal dañino, porque el que no hace nada es capaz de hacerlo todo. Sólo que, si ello es así, las cuatro quintas partes de la población son anima­les dañinos y viven fuera de la ley.
Santa Cruz, como toda la sociedad española, ha hallado la solu­ción en el mismo formalismo que domina todas las preocupaciones y manifestaciones de la época. Los efectos nocibles del ocio se suprimen por medio de una serie de actitudes rítmicas y rituales, que se quedan en la superficie y no comprometen al individuo interior, a la vez que consiguen su finalidad primordial, que es la de mantener el contacto o la conciencia del contacto con la sociedad de los hombres. Pascal decía que el individuo solo se es odioso a sí mismo y que todas nuestras pasio­nes, todos nuestros empeños son una huida hacia adelante, para escapar a la soledad y a la obligación de contemplarnos en nuestro propio espe­jo. Algo de esto hay en todas las diversiones, que se reducen para Santa Cruz al paseo, las fiestas y el juego. Las mujeres no juegan; cuando no salen tampoco a la calle el ritual que mantiene el contacto con los demás es la asistencia en la ventana, en donde se quedan sin moverse de las tres a las siete de la tarde, vigilando la calle y espiando todos sus movi­mientos; o en la sala, donde esperan y reciben visitas, sentadas en estra­dos cubiertos con alfombras, al estilo español del Siglo de Oro.
En lo que se refiere al paseo, es también un ritual fundamental de la vida social española en general. Se entiende que la intención que pre­side a esta institución no es sólo la de ver, sino también o sobre todo la de dejarse ver: de ahí la necesidad y la preocupación de la moda. En Santa Cruz, la moda no hizo estragos, debido sobre todo a la pobreza generalizada de la gente. No se menciona en el pasado de la ciudad la existencia de ningún Alcibíades o Brummel. El problema de la moda quedaba situado en un nivel de contagio y de imitación, sin alcanzar el último nivel, de la originalidad creadora a toda costa. Pero como espíri­tu de imitación existió desde siempre y fue más fuerte que todas las premáticas y toda la frondosa legislación reguladora. De vez en cuando algún gobernador de Tenerife se acuerda de las tendencias restrictivas de la ley y manda «guardar las reales premáticas del reyno, en los tapa­dos de las mugeres y excesos de trages, que en esta ysla es de mucha consideración». Tampoco faltan los predicadores que amenazan desde el pulpito a las que olvidan la santa simplicidad de la tradición y sacrifi­can a las mantillas de blonda. Pero ya nadie les hace caso. Con el siglo XVIII, los italianos, y principalmente los comerciantes malteses, «han trahido a las islas el comercio del Estrecho, que consiste en buge-rías de seda, lana y algodón, galones, texidos y bordados de oro y plata, que sólo sirven al fausto, al luxo, a la obstentación». Está visto que los corruptores son siempre los extranjeros.

Con este siglo entran, en efecto, en Canarias las modas europeas. El primero que se puso una peluca fue el célebre marqués de San An­drés, don Cristóbal del Hoyo Solórzano, probablemente por el año de 1716, después de su viaje a París. Aquello fue un verdadero escándalo; «se desataron los sermones contra las pelucas»; posiblemente el mar­qués afianzó todavía más su ya sólida reputación de extravagante, y la gente se acostumbró rápidamente con el nuevo invento. Las mujeres no tardaron en desquitarse. La esposa del comandante general Miguel López Fernández de Heredia «comenzó a introducir la moda de ir con mantellina a la iglesia, y sin ella ni otra cosa por la cabeza al paseo, y a las que la visitaban suplicaba que hiziesen lo mismo». Sin embargo, la generala no era forastera, y lo más probable es que no tuvo que su­plicar mucho. A finales del siglo, la buena sociedad santacrucera vestía al estilo europeo en su totalidad. Cook decía que vestían como los franceses y a Bory de Saint-Vincent le parecía que imitaban a los in­gleses, pero ni el uno ni el otro eran cronistas de la moda.

Uno de los resultados de este cambio de modas fue que ahondó to­davía más el foso que separaba las dos sociedades santacruceras, la de los pobres y la de los ricos. Antes, la diferencia entre las dos clases, desde el punto de vista del vestido femenino, estaba en la sola calidad de los ma­teriales empleados, porque todas llevaban el manto de lana o de sarga: las damas se distinguían de las campesinas porque no solían llevar, como éstas, el sombrerito de paja por encima de la mantilla. Ahora la manta tiende a desaparecer, bien por mera supresión o por sustitución con la mantilla de encaje o de seda fina y, además, de colores claros.
El paseo, conviene repetirlo, es un ritual; como todos los rituales, tiene sus horas y su lugar predeterminado. No debe confundirse con las demás salidas, que tienen una finalidad y en las cuales el traje y el comportamiento de la dama son diferentes. Cuando una dama va a la iglesia, por ejemplo, sola o bien acompañada por alguna amiga, debe evitar el contacto de los hombres y camina en silencio, guardando compostura, es decir apretando los bordes del manto para cubrirse la cara, sin volver la cara o darse por enterada de los piropos que le diri­gen al pasar. Si encuentra a alguna persona conocida, es ella quien saluda la primera: un hombre no tiene el derecho de saludarla, antes de haberle dado ella a entender de este modo que puede hacerlo y que a ella no le desagrada el haber sido identificada. Las damas de cierta categoría evitan estas dudas y molestias, haciéndose llevar en sillas de mano, que sólo existen en Santa Cruz y en La Laguna.
El lugar preferido para el paseo es el muelle. En el último cuar­to del siglo, la buena sociedad dispone ya de un lugar acondicionado para esta finalidad, la Alameda del Muelle. Allí puede gozar del frescor de la noche, de la brisa del mar y de la seguridad que toda la reducida flor y nata del mundillo santacrucero coincidirá durante un par de ho­ras en aquel corto espacio, no más grande que un jardín. En el muelle dio quartillo, para que el que quisiere la pueda tomar por el quarto esto se entiende si fuera mi voluntad y reconociere serme útil». Si le fue útil, los caballeros que paseaban por el muelle buscando el fresco tuvieron un alivio más a sus penas.

Naturalmente, esta forma de paseo es la burguesa. Cabe dudar si a los albañiles o pescadores se les ocurría ir a pasear por la Alameda, en las horas en que concurrían las hermosas damas y las gentiles damise­las.

La verdad es que no existía ninguna segregación, ni órdenes al res­pecto, ni era aquélla una infracción prevista en los autos de buen go­bierno que dictaban los alcaldes. La separación entre las dos clases debió de producirse automáticamente, por la falta de interés de la una para la otra.

No cabe duda que los trabajadores y sus familiares tam­poco ignoraban el pasatiempo del paseo, pero no sabemos qué lugar habían escogido para ello. Por la misma naturaleza de la documenta­ción que se nos ha conservado, sólo sabemos de las cosas que se salen de la pauta común o llaman la atención por su irregularidad. Sabe­mos, por ejemplo, que para citas galantes y paseos que preferían la os­curidad y la complicidad del silencio, se daba la preferencia al Campo de las Cruces, en la proximidad del castillo de San Juan.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998. t. II: 478 y ss.).

1610.
Por disposición del gobernador colonial Juan de Espinosa se prohíbe en el puerto y plaza de Santa Cruz de Añazu el juego en mesones y taberna según estaba prevista en las ordenan­zas de las islas.

Diversiones y espectáculos en Santa Cruz (Tenerife)
“Cuando se escribe la historia de las costumbres, es más fácil hacer el inventario de lo que queda prohibido que el de lo que se puede ha­cer. Al igual que las diversiones en general, quedan prohibidos los deportes. No se permite nadar de día en el tramo de costa que se extiende de San Telmo a la playa de Roncadores, prácticamente en toda la playa del lugar, para no ofender la mirada de las personas honestas. «Se prohive todo juego de lucha, barra y demás, que sólo sirven para per­judicar la salud y aun causar la muerte, como a sucedido a muchos».
También quedan prohibido los juegos. No se puede jugar a los dados, al monte, a la banca, al viro y a los naipes en general; el único juego tolerado es el del billar, en su variante de trucos. No sabemos qué clase de juego era el viro, que se castiga con penas severas en todos los autos de buen gobierno, «para que con este castigo se evite el grave delito de maltratar y desfigurar las monedas de cobre», y que, sin embargo, se jugaba mucho en los zaguanes y en los solares de las casas que habían desaparecido en el incendio de 1784, por estar menos vigi­lados aquellos lugares. El juego de los dados es tradicional en toda España". Se pretende que el monte ha sido introducido en Tenerife por los oficiales de los dos regimientos peninsulares, de Ultonia y de América100, hacia 1800. La banca se jugaba ya en años anteriores y ha­bía sido prohibida por orden real.

Los juegos de naipes estaban prohibidos, no sólo por las orde­nanzas municipales, sino también por las leyes del reino. A pesar de ello, todos jugaban, desde la generación de los conquistadores. El regi­dor Jerónimo de Valdés declaraba en su testamento, en 1507, que «ha­bía prometido ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romeraje, por lo que he ganado y perdido en juegos» más que por alguna duda o cri­sis de conciencia; pero, como era fullero, no cumplió su promesa. Por la costumbre inveterada que tienen los malos jugadores de renegar de Dios cuando pierden, los conocía también el tribunal de la Inquisi­ción, pero tampoco la Inquisición pudo con ellos. Al no poder su­primir la enfermedad, la justicia se conformaba con intentar contener­la y reiteraba las prohibiciones, ora dirigidas contra el juego de los oficiales y artesanos, ora contra ciertos juegos solamente o contra el juego a deshora en las ventas.
No iba a conseguir la justicia la erradicación de una plaga que la religión y los mismos interesados eran incapaces de suprimir. Bien lo sabía don Tomás Pacheco Solís, tan desesperado a sus 30 años por este vicio de que no se podía librar, que había otorgado escritura de obliga­ción, comprometiéndose a no jugar nunca más a naipes, dados y tru­cos. Como todo contrato se hace entre partes y contiene una cláusula de reciprocidad, su compañero de juego le ofrecía en cambio un par de medias de seda, y, caso de quebrantar el convenio, el jugador empe­dernido debía pagar diez reales cada una de las tres veces primeras que reincidiría, y diez ducados cada vez a partir de la cuarta vez, la mitad de ello en favor de la cofradía de Animas del Purgatorio, en la Con­cepción de La Laguna. No conocemos la situación económica de la cofradía después de este compromiso.

Algunas veces pasaban los jugadores por sustos todavía mayores, que tampoco les quitaban el vicio. En 1711 fueron procesados varios vecinos de La Laguna por haber sido sorprendidos jugando con bara­jas cuyo as de oros tenía una marca que decía «Carlos R». Se sospecha­ba fuertemente, a partir de este indicio, que eran partidarios del Ar­chiduque; pero se averiguó que eran barajas del año de 1677, cuando aquella inscripción aun no tenía olor a traición.

Si hay cierta perversidad en los naipes, no es sólo la de los jugadores, sino también la del gobierno que los prohibe y los vende a la vez. En efec­to, la venta de los naipes al público es un estanco o monopolio cuyo pro­ducto pertenece a las rentas reales. Lo tiene arrendado un administrador y los jugadores no pueden comprar las barajas sino de él o de sus represen­tantes detallistas. En 1604, el precio de venta al detalle es de 26 reales la docena. El producto de la renta en Canarias para el año de 1620 era de 16.197 reales111, pero había bajado mucho en los años siguientes.
En 1808, la estadística de Escolar señalaba como lugares de es­parcimiento en Santa Cruz 4 billares, 36 tabernas, 22 bodegas, dos posadas y 32 figones. Es decir que, en la práctica, sólo quedaban las tabernas. Era una invitación oficial a embriagarse, porque en aquellas lóbregas posadas no se podía hacer otra cosa.

En cuanto a las diversiones con carácter de espectáculo, los santa-cruceros conocen los toros y las peleas de gallos: éstas porque se han introducido en Santa Cruz, aunque tarde, y aquéllas, porque suben a La Laguna cada vez que hay lidia, es decir una o dos veces al año.

Las peleas de gallos recuerdan, y probablemente reproducen, una diversión popular muy corriente en Flandes. Existían ya en la isla antes de 1755, ya que en esta fecha el personero de Tenerife solicita su prohibi­ción. Posiblemente la consiguió. En 1789 varios vecinos de Santa Cruz rogaban que se volviese a autorizar este espectáculo los domingos y días festivos en que no había procesión, fundados en la falta total de diversio­nes en la capital y en los inconvenientes del ocio. En Santa Cruz hubo una gallera o local de pelea de gallos en los últimos años del siglo.
Las fiestas de La Laguna eran fiestas de La Laguna y parece que no deberían entrar aquí en línea de cuenta. Sin embargo, la proximi­dad hacía posible y sensible la tentación de participar en las mismas; además, esta participación se da oficialmente por entendida y los veci­nos de Santa Cruz no intervienen en ellas como simples espectadores, sino como colaboradores y actores La organización económica se fundaba al principio en contribuciones que se suponían voluntarias; pero, para no correr ningún riesgo, los diputados del Cabildo proce­dían como Napoleón cuando daba fiestas a sus invitados y obligaban a los vecinos a divertirse. Además de las cotizaciones, cada oficio y gremio tenía la obligación de sacar para las fiestas del Corpus una procesión, un juego, un figurón; los diputados estaban facultados para «ver los juegos y maneras de alegría que aquel día han de sacar los oficiales y otras perso­nas y los puedan compeler, apremiar y tomar los repartimientos y cuen­tas de la manera que cada vecino debe pagar, según la calidad de cada persona». Se acabó reconociendo que aquel sistema daba lugar a abu­sos, que los mayordomos cargaban demasiado la cuenta, que los apre­mios y las pérdidas sufridas por los vecinos no tenían justificación. En adelante, el Cabildo contribuyó de manera más sustanciosa al regocijo, añadiendo peso a su parte alícuota y quitando a la de los vecinos.
Los toros figuraban normalmente en la fiesta lagunera del Cor­pus. De manera excepcional los había también en algunas fiestas oca­sionales: en 1510 por haberse conocido en la isla la merced real de franqueza de contribuciones, en 1513 por la victoria contra los franceses, en 1515 por la salud del rey don Fernando, en 1515 y 1519 por la proclamación y coronación de don Carlos; luego se aprovecharon también las fiestas de San Juan, de Santiago o de San Cristóbal, aunque con menos regularidad.

De las fiestas de 1515 conocemos lo que se podría llamar el resu­men del programa. Hubo misa, colación en las casas consistoriales con fruta, vino, confites, melón, pan, uva y pepinos; hubo danza de espa­das y regalo de guantes y borceguíes a los caballeros que corrían sorti­jas y toros. En 1516 los toros y sortijas duraron casi dos horas. Esta vez se especifica que no hubo lidia, sino que tan sólo se corrieron los toros. La pauta general es la lidia, sin que la suerte de matar sea obli­gatoria. En 1559 se lidian tres toros en la fiesta del Corpus, tres el día de San Juan y tres vaquillas el día de Santiago, «como es de costum­bre», pero sin matar, porque a uno de los toros lo venden después «porqu'está agarrochado»; al año siguiente, se acuerda «después de corrido, aprovechar la carne e cuero». La corrida se desarrollaba en la plaza de Arriba.
El conseguir toros de lidia no era cosa fácil en Tenerife. Para la fiesta de 1620 habían hallado en La Orotava uno «muy bueno», del capitán Blas de Alzóla, que lo tenía reservado para lidiarlo en la fiesta de la villa: a los diputados les pareció mejor para La Laguna, donde se lo llevaron, a pesar de la oposición de los vecinos. Fue preciso emplear la fuerza y traer mandato del gobernador. El toro fue encerrado en el patio del granero del Cabildo, donde amaneció medio muerto de una estocada que le habían dado por la noche. Pareció aquel atentado, «negocio de mucho peso y contra la autoridad de un Cabildo tan ynsigne como éste» y se mandó salir por ciudad a la causa que se formó, tanto más que aquella fechoría iba acompañada por el crimen de ha­berse quebrantado los graneros del rey. No es raro que las diversio­nes organizadas desde arriba adquieran matices siniestros.

En las fiestas laguneras del Corpus salían además figurones y fi­guras, gigantes, papahuevos, diabletes, bichas, danzas con vihuelas y tambores. Todos aquellos juguetes y disfraces habían servido demasia­do y se caían en pedazos. A mediados del siglo XVIII, los vestidos de los gigantes estaban hechos jirones y la bicha estaba tan quebrada que no podía salir. Afortunadamente, una real orden de 21 de julio de 1781 declaró indecorosa la presencia de los figurones en las procesio­nes y eximió al Cabildo de la obligación de proceder a nuevos arreglos de aquellos trastos desvencijados.
En las fiestas de La Laguna, principalmente en la del Corpus, era corriente que hubiese también espectáculos de comedia. La iglesia no sólo lo sabía y lo admitía, sino que le permitía desarrollarse en el mis­mo templo, por faltar los locales adecuados. Cuando algún obispo po­ne limitaciones a la costumbre, en sus mandamientos o visitas pastora­les, es porque no hay sitio suficiente en la iglesia, o que le parece oportuno lo que era obvio, que convenía que los textos fuesen vistos por el cura antes de la representación. A partir de la última década del siglo XVI, la política de los obispos ha cambiado y la representación de las comedias en las iglesias o ermitas ha quedado prohibida definitivamente.
El Cabildo de La Laguna había procedido como los demás: al principio había organizado los espectáculos dentro de la iglesia. Para 1578 se había montado el teatro en la capilla mayor, «como antigua­mente lo an fecho»; pero casualmente se hallaba en La Laguna el obis­po, quien pretendió hacer uso de su autoridad para quitar del templo todo aquel aparato. El Cabildo rogó, insistió y, al ver que el obispo se­guía aferrado a su decisión, acordó pedir justicia por las vías ordinarias, con intervención de su letrado y procurador mayor, para que «se siga asy en esta ysla como en Canaria y en la Corte de Su Magestad»; y, en cuanto al espectáculo, prefirió suspenderlo, y lo remitió a la semana si­guiente, «atento que no se pudo haser en el dicho día». Otra vez se tropezó con la negativa del obispo en 1590 y, como el espectáculo fuera de la iglesia suponía andamiajes costoso, y no había fondos suficientes para ello, otra vez se dejó de representar comedias en las fiestas.
Para evitar la repetición de estos inconvenientes, los espectáculos de los años siguientes se organizaron fuera de la iglesia, debajo de en­ramadas montadas para este efecto. Como costaban caro y se debían renovar cada año, en 1606 se mandó hacer, además de los trajes para los cómicos, que después quedaban propiedad del Cabildo, una lona y toldo de dos piernas que cubriese tanto como la enramada que antes se solía hacer. No dio resultado, o no se fabricó, porque luego se volvió a las enramadas, en 1619. En esta fecha, las instalaciones se componen de un tablado de 24 pies en cuadro, más otro más levanta­do de 16 por 12 para asiento de las damas y otro para asiento de la Justicia y Regimiento, con dos tablados de a dos andanadas, vestuario con todo su servicio, 16 pipas de vino distribuidas gratuitamente y dos árboles para cohetes, todo por un costo de 700 reales.
En la segunda mitad del siglo xvii, los espectáculos cómicos orga­nizados por el Cabildo parecen haber sido menos frecuentes. Excepcio-nalmente, se costean unas comedias para las fiestas del Corpus de 1697, pero menos por respeto a la tradición, que para responder al de­seo del capitán general conde de Eril. En casa de otro capitán gene­ral, Agustín de Robles y Lorenzana, dio unas fiestas por el nacimiento del príncipe de Asturias, en 1707, con dos comedias de Calderón, En esta vida todo es verdad y todo mentira y Las armas de la hermosura y una de Bances Candamo, El triunfo de Tomiris o Cuál es afecto mayor'.
Por su parte, la iglesia no había olvidado las tradiciones. En una época en que los autos sacramentales estaban prohibidos en toda Es­paña y habían desaparecido de la memoria del público, en 5 de enero de 1781 se representaba simultáneamente en dos templos de La Lagu­na un auto de la Epifanía, cuyo texto era obra del definidor mayor de la provincia de agustinos; según parece, «la noche de Navidad también hubo en ellas algunas representaciones alusivas al misterio y otros en-tremesillos». El obispo Herrera tuvo que volver a prohibir, por auto del 6 de diciembre de 1781, las representaciones en forma de miste­rios en el interior de las iglesias. En 1792, el convento franciscano de Santa Cruz se acordaba de la costumbre más que de los decretos del obispo.

En Santa Cruz no había quien costease los espectáculos con la re­lativa regularidad que se daba en la capital. Así y todo, hubo espec­táculos. El arte dramático era un bien común, demasiado popular para que se limitase a las minorías. En las fiestas de barrio eran frecuentes los espectáculos callejeros o al aire libre, por grupos de aficionados. Los franciscanos, quienes decididamente no eran enemigos de Talía, organizaron en 1773 dos espectáculos de comedia, para recaudar fon­dos para dorar los retablos de la Virgen y de San Francisco en su con­vento; el Cabildo había dado su autorización y fijado los precios, en un real de plata por persona.

Con algunos de los barcos que surgían en el puerto llegaban de vez en cuando diversiones menos esperadas. En 1781 un corsario ame­ricano trajo a muchos marineros franceses, que ocasionalmente eran buenos músicos. Aprovechando esta rara oportunidad, se improvisa­ron conciertos: a veces suben a bordo las damas del lugar, se les sirve un refresco y escuchan música, y otras veces bajan los músicos, visitan las casas de los principales vecinos y divierten el lugar. Dos años más tarde pasan, camino de América, unos volatines que habían reco­rrido ya España y Portugal y se quedaron unos seis meses en Santa Cruz y La Laguna, recogiendo aplausos y dinero, ya que hubo noche en que las entradas sumaban más de cien pesos. Había entonces mucho tiempo que no se habían visto en Tenerife esas habilidades.
A partir de 1784 hubo en Santa Cruz un teatro de verdad. Lo puso un cómico italiano, José Domenichini con su mujer, en unas ca­sas particulares, detrás de las que servían de residencia al alcalde Pa­tricio Power. El programa de su espectáculo se componía sobre todo de diversiones musicales, pero luego empezaron a representarse tam­bién espectáculos cómicos. La calidad artística del conjunto debía de ser más que modesta. Los músicos, que en 1796 sólo ejecutaban unos compases aprendidos de memoria, no sabían leer las particiones. Los papeles de mujeres estaban representados por hombres, y la vista de aquellos actores barbudos arrullando como doncellas enamoradas no debía de enternecer al público. Sin embargo, el teatro tuvo éxito, y un viajero, Ledru, dice que el público formaba una sociedad intere­sante.

El teatro de Santa Cruz conoció también al principio otra clase de dificultades. Después de las primeras representaciones, hubo quejas por parte de los diputados del común, por no habérseles re­servado localidades. Hubo órdenes del corregidor, el empresario tu­vo que obedecer y el 14 de febrero el alcalde mandó levantar acta para que constase que las órdenes habían sido ejecutadas. Pero la Real Audiencia tomó cartas en el asunto y recordó a los interesados que no era obligación del ayuntamiento asistir en cuerpo a ceremo­nias tan poco oficiales, y que, por lo tanto, no se daba el caso de re­servar tantos sitios. De haberse continuado el sistema de los pases de favor, la mayor parte del público de Santa Cruz hubiera entrado sin pagar.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998. t. II: 492 y ss.).

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