sábado, 5 de octubre de 2013

EL CRIOLLO MANUEL VERDUGO





Año 1749. Nace en Tamaránt (Gran Canaria) el criollo Manuel Verdugo Albiturría, distinguido sacerdote de la secta católica.

“El primer obispo hijo de Canarias que llevó la mitra de estas islas fue don Manuel Verdugo y Albiturría, nacido en Las Palmas en 1749. Después de ocupar en su patria y en España altas dignidades eclesiásticas y honrosos cargos, fue presentado para este obispado por el rey Carlos IV, bajo la protección del favorito Príncipe de la Paz.

Expedidas las bulas, tomó posesión de su silla en 1796. Espléndida era entonces la dotación del prelado, excediendo su renta anual a la considerable suma de 100.000 pesos que, con ilustración y amor al país, podía emplearse en mejoras útiles y magníficas empresas que fácilmente le era posible llevar a cabo. No desmintió, por cierto, el señor Verdugo tan halagüeñas esperanzas. A su iniciativa se debió la conclusión del benéfico asilo de San Martín de Las Palmas, con sus accesorios de cuna de expósitos, hospicio y casa de huérfanas e inválidos. Destinó asimismo varias sumas al ensanche de los caminos vecinales, nivelación y decorado de la plaza principal de Santa Ana y conclusión del templo catedral. A su celo se debió el baldosado interior del mismo templo (1801), la apertura de la calle nueva (1804) que hoy lleva el nombre de otro señor obispo, el suntuoso coro que ocupa la nave central (1806), la sala capitular del cabildo (1807) y el hermoso puente de piedra, de tres arcos, que une el barrio de Vegueta con el de Triana (1815). El seminario, las parroquias, los hospitales, los cemen-
terios, cuya importancia sabía muy bien apreciar, fueron siempre objeto de su generosa solicitud. Su carácter benéfico y liberal y la llaneza que en su trato íntimo se advertía, aunque por una parte le ganaban simpatías, por otra le proporcionaron algunos disgustos, especialmente con el Santo oficio, a cuya institución era poco afecto.

Era frecuente en aquel tiempo, por convicción o por conveniencia, la conversión al catolicismo de algún protestante, a quien sus negocios obligaban a aceptar la nacionalidad española. En tales casos, la Inquisición pretendía conocer y resolver estos
expedientes sin ninguna intervención extraña, dando lugar con esto a ruidosas competencias que lastimaban su orgullo y mermaban su autoridad.

Llegó a noticia del prelado que el irlandés Bartolomé Smith deseaba entrar en el gremio de la iglesia y, llamándole a su palacio, lo catequizó e instruyó en los dogmas católicos, bautizándole con el nombre de Pablo. Este hecho, que el Santo oficio consideró como grave ofensa atentatoria a sus atribuciones, fue objeto de denuncia a la Suprema.

No es, pues, de extrañar que, cuando las Cortes decretaron la supresión del tribunal, manifestase el obispo su satisfacción, diciéndole al congreso (3 de abril de 1813) "que hacía tiempo debía haber desaparecido un establecimiento no sólo antipolítico, sino también anticristiano... baluarte de la ignorancia y del fanatismo" (2). Esta exposición iba acompañada de otra que, en el mismo sentido, enviaba su cabildo y en la que se leían frases tan enérgicas como esta: " Al ver destruido este oprobio que afeaba la casa del Señor, el obstáculo que entorpecía las fuerzas intelectuales de la nación y el escándalo por el que blasfemaban los incurcisos el nombre de Jesucristo, fue extraordinaria la complacencia con que se acordó el obedecimiento de unos decretos que eran conocidamente la obra del dedo de Dios..." (3). En general, el clero ilustrado y las autoridades principales participaban de las ideas del I1tmo. Verdugo respecto al Santo Oficio, que juzgaban todos como un organismo inútil y perjudicial para los progresos de la moderna España.

El prelado tuvo en 1804 la satisfacción de ver a un compatriota suyo, al magistral don Luis de la Encina, elevado también a la dignidad episcopal, habiendo sido electo obispo de Arequipa, en el Perú, y consagrado por el mismo Verdugo en la catedral de Las Palmas el 29 de septiembre de 1806, asistido del deán don Miguel Toledo y del arcediano don Antonio María de Lugo. Esto nos prueba que en inteligencia y virtudes se hallaba el clero de Canarias a una altura digna de los elevados cargos con que le distinguía el gobierno de la nación. (A. Millares T. 1997).


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