lunes, 30 de junio de 2014

JUAN CRUZ RUIZ





1948 septiembre 27.
El escritor Juan Cruz Ruiz nace en Puerto de la Cruz, Tenerife, Realiza estudios de Historia y Periodismo en la Universidad de La Laguna. Pronto comienza a trabajar en la prensa escrita de la isla tinerfeña; primero, en El Aire Libre, donde realiza crónicas deportivas; posteriormente, en los periódicos La Tarde y El Día. A los veintitrés años gana el premio “Benito Pérez Armas” de novela, con su primera obra, Crónica de la nada hecha pedazos, que publica al año siguiente, en 1972, en Santa Cruz de Tenerife. Ese mismo año realiza una segunda edición de la novela, esta vez en Madrid, donde traslada su residencia y donde, tres años más tarde, publica Naranja. En 1976 forma parte del equipo que funda el diario El País, en el que ha realizado numerosas actividades periodísticas y de gestión cultural: redactor, corresponsal en Londres, jefe de Cultura y Espectáculos, jefe de Colaboraciones y adjunto a la Dirección del periódico. En el terreno profesional ha desempeñado importantes cargos como editor en los sellos Alfaguara, que dirigió de 1992 a 1998, y El País-Aguilar y Taurus, al frente de los cuales estuvo a mediados de la década de los noventa. Por las mismas fechas administró la Oficina del Autor del Grupo Prisa y la dirección de comunicación del Grupo Santillana,
En cuanto a su faceta literaria, publica, en 1982, Retrato de humo. En 1988 recibe el premio “Azorín” de novela por El sueño de Oslo y ese mismo año publica Cuchillo de arena. Posteriormente publicó En la azotea (1989) y Edad de la memoria (1992). Juan Cruz Ruiz no sólo ha cultivado la novela de corte intimista, sino –de igual manera– el cuento infantil, como en Serena (1994). El territorio de la memoria (1995) fue publicado en Tegueste (Tenerife) con prólogo de José Luis Sampedro. Del mismo año es Exceso de equipaje, con introducción de Manuel Vicent y, de 1996, Asuán.
La crítica ha señalado insistentemente la unidad escrituraria de Juan Cruz a lo largo de su obra narrativa. Ya Domingo Pérez Minik lo recordaba en la reimpresión de Crónica en 1988: «Si relacionamos la primera novela con la última, veremos en seguida que su sentido de la escritura no ha variado, que su concepto del tiempo y su interpretación del espacio casi se confunden con los de la Crónica de la nada hecha pedazos, que sus personajes, sucesos y chismes prosiguen con su igual presencia».
En no pocas ocasiones, Juan Cruz Ruiz aúna en su obra elementos de su experiencia profesional con aspectos de su recorrido vivencial, como en Una memoria de “El País” (1996); obra en la que traza una senda por la historia del diario español a través de anécdotas personales; o El peso de la fama (1999), en la que presta atención a los efectos de la popularidad en varios personajes de la sociedad española. Otras obras de Juan Cruz Ruiz son La foto de los suecos (1998); Una historia pendiente (1999); y Contra la sinceridad (2000). Por su quehacer literario recibe, en 2000, el “Premio Canarias de Literatura”. Cuatro años más tarde es publicada La playa del horizonte. En 2005 da a conocer Retrato de un hombre desnudo, narración en la que combina la experiencia creativa con el poso que deja en el escritor la amistad unida a la crónica. Se ha dicho que es relato autobiográfico en el que la soledad del escritor periodista contrasta con el fulgor de la vida contemporánea (otro rasgo que ya había señalado el crítico tinerfeño Domingo Pérez Minik). Por las páginas de ese Retrato pasan o se nombran Carlos Fuentes, Eliseo Alberto y Fernando Vallejo, Juan Rulfo, Antonio Muñoz Molina, Guillermo Cabrera Infante, Fernando Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Julio Cortazár y Jorge Luis Borges. Así llegamos a las últimas muestras del autor portuense. De ¡Ojalá octubre!, novela de 2007 se ha destacado la función de la memoria que recupera los recuerdos más cercanos en el afecto y más lejanos en el tiempo. El título obedece, según confesión del autor, a una frase de la correspondencia de Truman Capote, «él se siente feliz y le escribe a un amigo, “me siento tan feliz que ojalá fuera octubre”». Ese retorno de lo cercano-lejano lo ha sintetizado muy bien Fernando G. Delgado: «Se ha dicho que Ojalá octubre […] es una novela sobre el padre. Lo es, en efecto; el padre del autor es el protagonista de la novela. Pero podría decirse también que es una novela sobre el hijo, sobre el hijo que rastrea el mundo con la mirada del padre, sobre el propio narrador que se confiesa sin titubeos ni reparos en el regazo del padre». Juan Cruz nos ha dejado el origen de la obra: «Este libro nació de una mirada, la de mi padre. Vi en ella desolación, el final de la esperanza, la cancelación definitiva de la felicidad. Jamás he podido olvidar esa mirada. Para entenderla he escrito».

Significación y alcance de la obra de Juan Cruz Ruíz

Juan Cruz Ruiz pertenece a la generación literaria –conocida mediáticamente como los narraguanches– que, en los años setenta, hizo surgir en Canarias una novela de corte crítico con la realidad insular. Junto a autores como Luis León Barreto, Fernando G. Delgado, Luis Alemany, Alberto Omar, Víctor Ramírez, J. J. Armas Marcelo, Juan Manuel García Ramos, Juan Pedro Castañeda o Elfidio Alonso, entre otros, Juan Cruz Ruiz propone como línea literaria una introspección en el yo que le permite dialogar con los elementos constitutivos de su identidad y, por extensión, de la identidad insular. Son muchos los estudiosos que han visto en los novelistas canarios de los setenta un interés por la interlocución reflexiva entre el deseo de universalidad –o de huida de la isla– y el sentido regionalista de arraigamiento. Juan Cruz Ruiz elige la escritura introspectiva surgida de la propia vivencia, de la que se extrae el sentimiento auto-crítico del isleño, aunque particular, aplicable –por extensión– a los aspectos de la identidad de todo morador en una isla.
    Desde su primera obra, Crónica de la nada hecha pedazos –premio “Benito Pérez Armas” de novela 1971, quizá la de más proyección (cuatro ediciones)–, la novela del escritor tinerfeño ha estado caracterizada por un insistente elemento intimista. Juan Cruz toma, en ciertos casos, anécdotas de su propia experiencia vital que presenta de forma fragmentaria. De cada novela trasciende un intento definitorio de la identidad isleña, que Cruz destila a partir de su propia abstracción.
    Caracterizar las obras de Juan Cruz dentro del género novelístico ha sido, para ciertos críticos, una identificación problemática, debido, sin lugar a dudas, al carácter lírico –en no pocas ocasiones– de su estilo introspectivo. Su forma de narrar, a caballo entre la narración propia de un libro de memorias y la novela narcisista, y el claro tono reflexivo de su manera de disertar, en torno a la identidad, la infancia, la isla, el tiempo, el mar o la propia escritura, no deben despistar sobre su efectivo carácter narrativo, que lo inserta dentro del experimentalismo formal de su época.
    La obra de Juan Cruz Ruiz ha sido tratada en varios medios –particularmente en la prensa escrita– por escritores y críticos como Domingo Pérez Minik, Mario Vargas Llosa, Manuel Vicent y José Luis Sampedro, entre otros, lo que no sólo apoya la permanencia de la obra de Juan Cruz, sino que, de igual manera, es un viso del laborioso trabajo editor del escritor tinerfeño al frente de las editoriales Alfaguara, El País-Aguilar y Taurus, que –sobre todo en la década de los noventa– le hizo ser partícipe de numerosas publicaciones y de la organización de multitud de actos de índole literaria. De esta guisa, Vargas Llosa llegó a afirmar, en tono humorístico, que Juan Cruz Ruiz posee el don de la ubicuidad. Presencia igualmente notable en el medio periodístico –con su reconocido trabajo en El País–, que ha empleado en Una memoria de “El País” (1996).

Selección de textos
Desde aquí, mientras la telaraña se cae por su propio, peso, tú podrías recorrer la isla y advertir que la isla tiene la forma de isla más una punta disidente, propia para albergar a todas las especies animales y arbóreas que naturalmente no se puedan dar en otras partes del universo. Y quizá tampoco se den en esta parte y todo lo que se ve es un sueño del que viven habitantes, extraños seres también de sueño, perdidos en una irrealidad que se presume hermosa desde fuera y que dentro destila el amargor propio de los días festivos» sin turgencias que observar, sin cielos que ver y sin hembras en las yemas de los dedos. Alrededor de la isla debe haber un mar que se antoja fabuloso, sin resquicio al arrepentimiento: el mar volviéndose atrás, llorando sus propias derrotas, escuchando sus propias bravatas, quejándose de sus propios delitos. Nunca el mar arrepentido; furioso siempre, hermoso y terrorífico. Los protagonistas de la inmensa isla adocenada no tendrán mucho que ver con el mar y en el fondo atisbarán un asomo de odio que a fin de cuentas no cambiará otra cosa que la naturaleza mutante de todo cochino ser viviente. Se vivirá de espaldas o dentro de él (algunos serán arrojados en sacos prehistóricos sin principio y sin fin y oirán el profundo llanto de sirenas camaradas en su desgracia) pero nunca habrá una identificación plena. El ser mutante que vive en la inmensa isla adocenada tiene los ojos llorosos por el vino que se bebe en el puerto, siempre a espaldas del mar o de las charcas, que también abundan en las zonas centrales, lejanas a la lengua disidente, donde ocurre casi todo. Los problemas de la tierra y del agua (invisible esta vez) serán mucho más importantes, y el ser mutante tendrá los dedos llenos de callos y un sudor mezclado en tierra, pura tierra sudorosa. No habrá otra cosa aunque algunos hablen de la esperanza.
    El mar está hecho para los muertos y a nosotros nos corresponde el deber de desenterrarlos, se dijo para sí un hombre surcado de canas y perlas en los ojos que murió repentinamente al atardecer, en la última tertulia de vino, cerveza y whisky del centro geométrico del campo virgen de la isla adocenada.
    Y, ahora, ¿qué te ocurre en los dedos? ¿Por qué te miras tan insistentemente el hueco de las manos? ¿Por qué te empeñas en recordar los tiempos remotos que el mundo estaba por aquel entonces caóticamente organizado y los demás, los que vivían fuera de la isla, parecían estar de vuelta del asunto? ¿Por qué crees que efectivamente el himno nacional del mundo es tan ajeno a estas cosas que ocurren en la inmensa isla adocenada, preocupada por llenar las horas de su propia muerte paulatina? ¿Por qué no tratas de dormir?
    Pero, es imposible. La luz nace para todos y ahora tan de mañana, se agiganta y se mete entre los guijarros y abre las ventanas de las casas, y se cuela por ellas, y se empequeñece, y se vuelve verde y te molesta su pequeñez hasta que vuelve a avisar a los aviones de la proximidad terrible de la isla, y en el avión empieza a darte un calor sofocante, agotador, hasta que aterrizas y empiezas a tomar unas copas con los amigos, a ver si nos vemos, que no nos vemos nunca. Comienza a fraguarse el hastío, hasta que cualquier avión, y estás continuamente yéndote aunque sigas aquí. No che tras noche ilumina el faro de la montaña el anuncio de tu muerte bien administrada, siguen estrellándose aviones o continúa en su puesto el cuartel de Almeida. La vida isleña se crece en su propia impotencia y fabrica a atildados economistas que hablan de desarrollo, a absurdos escritores que hablan de avizorar el útero o de sonoros cañones... La isla continúa metida hasta el apéndice disidente en un conflicto inacabable durante el cual van a morir las mismas arañas que siempre mueren. En el fondo de los barrancos, mientras los estudios socioeconómicos se alzan en la superficie, las ratas permanecen desconocedoras de lo que se dice en las barras de los bares. Un hombre muere de un infarto de miocardio y otro hombre desaparece de pena, al tiempo que sus hijos en la escuela vuelven a entonar las dulces melodías de hace tantos años. En ese entonces, la noche, y tú levantas los ojos y no puedes traspasar jamás el techo ni la pared blanca ni tú tienes mirada hábil para abrir agujeros en la nada que te fabricaste con amianto cemento y puertas azules cerradas como otro territorio por surcar qué te has creído silencioso soñador isleño escupe
[Crónica de la nada hecha pedazos, 1972 (1973, pp.37-39)]


EL CONTEXTO DE LA MÚSICA
La música es de noche. El contexto ocurre de noche. Lo que pasa de día es el texto, los escaparates abiertos para que los adquiera una mirada que se figura que las guitarras son de verdad y las toca hasta que les sale una música podrida y folklórica. Por la noche se oye la música del siglo XIV y otras melodías que nacen del «jazz», una melodía de café y licores que se confunden con el humo. Los libros, «ah, sí, hombre, esa ristra de chorizos que hay al fondo del pasillo, entre las trabas de la ropa»:
Obsesión por contar que no pasa nada. Se fue, no está, Me tiznan la cara, me arrojan vocablos al rostro y yo miro asombrado al fondo del agua limpia de los charcos. No veo mi propio rostro. Lo están alimentando con cagadas de palomas. El océano me beneficia, porque es ancho y ajeno y ávido habito en él y me lo chupo. Lo demás me da dentera. No será posible ponerle puertas al mar. Ya murieron ahí varios centenares antes de que nosotros le busquemos rasgaduras a las piedras.
Se fue, sigue estando, no está, puede volver a venir, es como la música, el aire es así. No lo detienen los brujos. El panorama es inaprensible. Cabe todavía en él una vuelta y la vuelta de la lava, para que se conserve mejor el sancocho en su sano juicio. No puede más. Sólo tiene tiempo para escribir, sobre la arena, antes de que llegue la ola: «DNI 41961105. ¿Y tú?» Luego, como estoy ahogado, sólo veo ojos rodeados de agua por todas partes menos por una que nos une a la única estatua que se excava hacia el fondo: la tumba.
[Retrato de humo, 1982, p. 56]


«y cuántas veces, tirado
en una cama que no se tendía
en muchos días»
Julio Cortázar. Rayuela
 Hoy escribo así la frase echada sobre una cama y huelo
sin velos la espuma de los pájaros. Sube hasta aquí un
sudor viejo que me cierra los párpados y me deja en silencio;
entran por la puerta las hojas caídas de los árboles
cercanos y yo toco mi frente para acercarme el calor y
sentir cómo caminan las palabras por encima de esta super-
ficie ajena; me siento yo también ajeno, acosado, libre por
encima de mí y aún ausente de toda voluntad; mi cabeza no
alberga memorias; no escucho otra cosa que melodías de otros
y siento en el hueco de mis manos la total dejadez de la sangre;
no tengo nada que decir;
no escribo cartas; no recibo

recuerdos; camino más solo cuando estoy acompañado, y ando
como si mi cama aún no hubiera sido hecha desde entonces;
están los pliegues prietos y llenos de migas de pan; me
huele ese recuerdo mientras me alejo de la playa y veo
en torno a mí la sombra plateada de olas breves y monótonas
que se alejan; de pronto no veo nada y estoy durmiendo
como si no quisiera despertar, lleno de vigor pero extasiado
ante la posibilidad de quedarme así todo el
día, viviendo el drama de quien acepta que él es el
derrotado, quien ha de persistir como un cadáver ocultando
su fuerza debajo de una sábana arrugada, cuyos pliegues
parecen guardar el olor de un recuerdo que yo desconozco
y que voy descubriendo gracias a que las palabras me conducen
hasta la nada y me recobran, me ponen de pie sobre ese colchón
de crin en el que me muevo como un potro quieto; los veo
pasar con la angustia extenuante del éxito, y me miran
desde el espejo; son como pájaros sin jaulas que buscan
en el camino cárceles diferentes para encerrarse en ellas
y hallar en medio de su sudor la alegoría que precisan
para alejarse de mí; ahora están quietos, o creen
estarlo, porque yo les sigo, y mientras me caminan los
ojos los veo agitarse como cuervos en una carretera de
la montaña; con las manos les digo adiós, y creen que los
ahuyento; mis modales torpes asimilan todas las
actitudes, y se me va el sudor cuando dejan de mirarme, y
son innumerables sanguijuelas las que
me dejan solo; evoco entonces los rostros de salitre que son
mi historia y los hallo frente a mí limpiándose los dientes
por la mañana, aseándose al mediodía, mirando al vacío del
mar o recordándome con sus dedos los años que nos han pasado,
las canas que nos han crecido, las mentiras que hemos dicho,
y voy con ellos a salar el pescado, a recoger escamas de los
charcos, a limpiarnos la cara con salitre, y al fin los veo
en una cueva gritando para reconocerse; la suya es una aparición
fugaz; conscientes de ello, luchan por permanecer, pero
ya está levantada la mesa, la cama está desarreglada, y las
alfombras del pasillo han sido alquiladas a otro muerto; sobre
la luz que me han alquilado se ciernen las telas de araña, y nos
reímos en medio de la plaza los que quedamos del naufragio,
pero somos pocos y la risa es un hueco de escalera, un barco
sin vapor, la ola más próxima a la playa, una piedra
arrojada por un niño contra el cristal de luz opaca que se
vuelca y devuelve sobre la cara angustiada del espectador
su aspecto ingenuo de ángel caído desde ninguna parte.
Exclamaba ¡esa luz!, y toda la casa quedaba a oscuras oliendo
al aire del patio; yo recogía sobre mis ojos las gotas de clari-
dad que venían de la ventana cerrada y ponía sobre mis dedos
el tacto sin sentido de mi otra mano; era una larga perífrasis

para despertarme, hasta que por fin notaba que las piernas
andaban y que el absurdo sudor de mis dedos traspasaba el
calor lento de mi frente; hasta el territorio de las sábanas
crecía el ruido del patio, y yo hacía viajes imaginarios con
una linterna de plástico hasta que tropezaba y regresaba del
mar sin salitre del sueño; permanecía así hasta que de
nuevo era de noche y yo había poblado de pan y nada todos
los rincones nobles de la cama. Aquel era un lamentable ejercicio
para despertarse, y tan infructuoso era el resultado que crié
llagas y hoy toco con mis ojos las torpes cicatrices de la
época; estoy, pues, con los ojos vacíos, y retorno a los techos
de ese infinito universo de telas de araña, y trato de imaginar
a los insectos poblando el aire y el cielo de habitaciones para
dormir, sus camas permanentes, la lujosa hechura de sus lechos,
las camas inmensas por las que caminan como almohadas al revés;
me miran, lanzan desde arriba su grito espeluznante y me
dejan que yo les diga las palabras que no me atrevo a pronunciar
tras la puerta; corren hacia mis manos y me agarran, no
me dejan salir, inventan para mí la noche y me cubren de
telas y de escupitajos; luego se van, y me dejan, diciendo
para mí que aquello que he oído es falso, y que en torno a mí
no está el mar de la casa, donde habito solo en medio del ruido
que aborrezco, junto a los árboles que amo, en un desierto
infinito del que sobresale mi mano matando un insecto,
recogiendo la basura, ordenando mis papeles para que quepan
conmigo en un viaje del que no tendré memoria.

[Cuchillo de arena, 1988 (2005, pp. 13-15)]

Obras de Juan Cruz Ruiz:
Crónica de la nada hecha pedazos, Santa Cruz de Tenerife, Caja General de Ahorros de Canarias, 1972; Naranja, Madrid, Taller de Ediciones JB, 1975; Retrato de humo, Barcelona, Arcos Vergara, 1982; El sueño de Oslo, Barcelona, Muchnik, 1988; Cuchillo de arena: (música del naufragio), Santa Cruz de Tenerife, Aula de Cultura del Excmo. Cabildo Insular de Tenerife, 1988; En la azotea, Madrid, Mondadori, 1989; Edad de la memoria, Santa Cruz de Tenerife, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1992; Serena, Madrid, Siruela (colección Las tres edades, nº 31), 1994; El territorio de la memoria, Canarias, Tauro Producciones (colección La condición insular, nº 2), 1995; Exceso de equipaje, Barcelona, Alba Editorial, 1995; Una memoria de “El País”: 20 años de vida en una redacción, Barcelona, Plaza & Janés, 1996; Asuán, Barcelona, Alba Editorial, 1996; La foto de los suecos, Madrid, Espasa, 1998; El peso de la fama: veinte personajes hablan de los riegos de la popularidad, Madrid, El País-Aguilar, 1999; Una historia pendiente, Madrid, Ollero & Ramos Editores, 1999; Contra la sinceridad, Madrid, Martínez Roca Ediciones, 2000; La playa del horizonte, Barcelona, Destino (colección Áncora y Delfín, nº 995), 2004; Retrato de un hombre desnudo, Madrid, Alfaguara, 2005.

Bibliografía:
D. Pérez Minik, “Crónica de la nada hecha pedazos”, en El Día, Santa Cruz de Tenerife, 30 de julio, 1972; J. Domingo, “Rosa Chacel. Juan Cruz Ruiz”, en Ínsula, Madrid, nº 311, octubre, 1972; D. Pérez Minik, “Carta a Juan Cruz Ruiz, en Lincoln”, en El Día, Santa Cruz de Tenerife, 16 de enero, 1975; J. Rodríguez Padrón, La nueva narrativa canaria, Las Palmas de Gran Canaria, Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria (Colección “Guagua”, nº 43), 1982; L. Suñén, “Retrato de humo, de Juan Cruz Ruiz”, en Ínsula, Madrid, nº 434, enero, 1983; J. Rodríguez Padrón, Una aproximación a la nueva narrativa en Canarias, Santa Cruz de Tenerife, Excmo. Cabildo Insular de Tenerife, 1985; D. Pérez Minik, “Los pedazos de la nada de Juan Cruz Ruiz”, prólogo a Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz Ruiz, Santa Cruz de Tenerife, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias (colección Biblioteca Básica Canaria, nº 50), 1988; J.L. Sampedro, “Palabras de acompañamiento”, prólogo a El territorio de la memoria, Madrid, Taurus (colección La condición insular, nº 2), 1995; F. Savater, “Prólogo mimético”, prólogo a Crónica de la nada hecha pedazos de Juan Cruz Ruiz, Barcelona, Alba Editorial, 1996; M. Vicent, “La doble vida o el exceso de Juan Cruz”, prólogo a Exceso de equipaje de Juan Cruz Ruiz, Barcelona, Alba Editorial, 1995. (Tomado de: www. Isla de Tenerife Vivela)


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