lunes, 27 de octubre de 2014

EVOLUCIÓN O INNOVACIÓN



Chaurero Eguerew*

A finales del siglo XIX España continúa debatiéndose entre el Antiguo Régimen y el Estado liberal, con dos conceptos antagónicos de gobierno. El Estado liberal necesita una nueva ordenación del territorio, que le permita gobernar el país de manera uniforme, recaudar impuestos, y crear un mercado único con leyes –supuestamente-iguales para todos, y a ello se dedicará durante el siglo, tanto como a otras cuestiones, ya que es un Estado nuevo. A finales de esta centuria surge el moderno concepto de España como un ente político, territorial y económico, ya que hasta 1812 este país ibérico estaba constituido por “Las Españas”. Se avivan los enfrentamientos sociales entre la población civil y el clero católico el cual a pesar haber encajado las desamortizaciones de Mendizabal y de Madoz y la segunda abolición de la Inquisición, continuaba aferrando sus tentáculos en aquella nación y sus colonias afianzados en  el borbonato.

Es un hecho generalmente aceptado que España siempre ha sido el vagón de cola del tren europeo, se suponía que tenía unos cuarenta años de atrasos culturales, sociales y tecnológico con respecto al resto de Europa, pero este atraso era mucho más agudo en sus colonias, tanto es así, que a la colonia de Las Islas Canarias se le atribuía cuarenta años de atraso con respecto a la metrópoli, el analfabetismo y la extrema miseria en la población trabajadora era  prácticamente insoportable.

La riqueza generada en la colonia estaba en manos del clero católico, los terratenientes y la burguesía dependiente y, sus réditos administrados y engullidos por empleados de la metrópoli.

En esta lamentable situación la colonia entra en  el siglo XX, con las amplias negras y tupidas sotanas del clero católico cubriendo y sofocando los débiles destellos de luz ilustrada que intentaban alumbrar algunas mentes relativamente progresistas de la colonia.

Así, algunos privilegiados criollos canarios –como en siglos anteriores- tuvieron que acogerse a la madrastra metrópoli para desarrollar sus capacidades intelectuales, lejos de las amplias alas de cuervo con que el clero católico en la colonia cubría y ensombrecía –y ensombrece- los cielos culturales y el libre pensamiento en la nación canaria.

Uno de estos exiliados gustosamente voluntario fue el criollo, cacique  y republicano españolista Benito Pérez Galdós, de quien Javier Figuero nos ofrece una semblanza del alcance político de una de sus obras la cual logró hacer temblar los cimientos de la iglesia católica en aquel país, veamos algunas de sus actividades como liberal en la capital de la metrópoli según dicho autor:

“30 de enero de 1901 se estrenaba en el teatro Español de Madrid la Electra de Benito Pérez Galdós, obra de teatro elevada a categoría de símbolo por los anticlericales que los obispos conseguirían prohibir en varias diócesis. Durante la gira que siguió, en algunas capitales se interrumpió la representación para que sonara el Himno de Riego.

Futuro apóstol del integrismo, Ramiro de Maeztu, anarquista literario por entonces, acudió a la premiere madrileña con pistola, y sus amigos Pío Baroja y Azorín, que tampoco eran lo que serían, se movieron entre una clá de ácratas que imprecó a los jesuitas cuyas residencias resultarían apedreadas en Valladolid, Valencia, Barcelona, Cádiz, Santander y Zaragoza. La ciudadanía concienciada de Madrid agredió el coche del nuncio, intentó asaltar la sede de los luises y el palacio arzobispal, amenazó la casa central de los ignacianos y cantó La Marsellesa en la Puerta del Sol entre gritos por la libertad y la República, mientras paseó a hombros a Galdós como si de un antipapa se tratara. La prensa liberal le convirtió en lo mismo y la Correspondencia de España le calificó de "héroe legendario... que ha iniciado la libertad".
El Espoleta de otros acontecimientos, se produjeron disturbios cruentos en varias localidades y Sagasta formó un nuevo gobierno conocido como gabinete Electra, como hubo también caramelos Electra y relojes Electra. En él formaba Canalejas, gran esperanza de los anticlericales, pero Sagasta y Moret acabarían negociando con el Vaticano y aquél tuvo que dimitir. En Francia, el gobierno Waldeck-Rousseau consumaría ese mismo año la separación entre la Iglesia y el Estado, hito de un proceso secularizador irreversible que en los dos siguientes dibujó una nueva realidad al transformar la enseñanza en laica, gratuita y obligatoria. España, por el contrario, asistiría impotente al incremento de la población clerical, multiplicada ya por seis en la categoría regular desde el fin del sexenio democrático, gracias, entre otras cosas, a la llegada de frailes expulsados del país galo. En la batalla por la secularización de la sociedad y del Estado, el siglo XX registraría aún acontecimientos de enorme virulencia, pero en la alborada del XXI el sueño de sus profetas aún no se ha producido.”
Continua el autor la narración:
“El pronunciamiento de Martínez Campos en diciembre de 1874 certificó el fin de la Gloriosa asesinada por Pavía. Inspirado por Cánovas que declaró la Restauración "gracia de Dios" por los "fervorosos ruegos de la Católica España", Alfonso XII volvió del exilio pagando favores: Un Te Deum en Barcelona, el ofrecimiento del bastón de mando a la Virgen de los Desamparados en Valencia... Enseguida marchó al Norte en guerra civil donde dirigió una proclama a los carlistas Éues la excusa de Dios ya no servía. El era "el reparador de las injusticias que ha experimentado hasta aquí la Iglesia Católica, y una de sus más firmes columnas en lo porvenir".
Comprometido con la insurgencia, el Vaticano administró el reconocimiento al régimen de manera interesada y exigió la vuelta al Concordato de 1851 que hacia de la religión católica "la única de la nación española". Cánovas anuló las leyes contra sus intereses y, aunque la libertad de radicación de las congregaciones se regulaba en el documento, con las facilidades concedidas aumentarían de manera agobiante. Se aplicarían sobre todo al secuestro de la enseñanza, base de dominación de las conciencias. En 1880 se regló además la acogida de las expulsadas de Francia.
El entreguismo marcó también la política educativa de Cánovas. El ministro Orovio prohibió explicaciones contra el dogma católico, "verdad social de nuestra patria", y la protesta llevó a la suspensión y dimisión de profesores. El krausista Giner de los Ríos soñó en su destierro de Cádiz "una España nueva... una España culta y que piense... una España contemporánea de la humanidad". La Institución Libre de Enseñanza con que resolvió la fantasía sería bicha de los vaticanistas por más que Giner saliera al paso del estigma anticlerical que se le ponía. Ministro de Fomento en el gobierno del 84, Pidal y Mon sacaría adelante una ley de Instrucción Pública redactada por los obispos y revisada por el nuncio Rampolla. Líder de Unión Católica formada con neocatólicos y carlistas, Pidal aceptó el cargo animado por el papa. Entre sus seguidores contaba el joven Marcelino Menéndez Pelayo, profeta del futuro estado nacionalcatólico franquista en cuyo frontispicio figuraría su palabra revelada: "España, martillo de herejes, luz de Trento, espada del Pontífice...".
Impulsor incansable de las peregrinaciones a Roma en solidaridad con el prisionero del Vaticano, Pidal pondría en serios aprietos a su gobierno que recibió advertencias del italiano por injerencia en asuntos internos. Entonces las tensiones entre el papa y el ejecutivo de Roma permitían especular con la posibilidad de que el pontífice abandonara la ciudad eterna. El ayuntamiento de Vitoria le ofertó la suya como un par de años atrás el general Francisco María de Borbón había sugerido la cesión al pontífice de Gibraltar, previo acuerdo entre Inglaterra y España.
Para agrandar la base participativa del sistema y mantener su reconocimiento externo, Cánovas apostó en su momento por una cierta tolerancia de fe, incompatible con la doctrina de Pío IX, la Quanta cura y el Syllabus que hacían pecado del liberalismo. Pese a las campañas de descrédito contra el régimen español en Europa, la Constitución de 1876 no asumió la libertad de cultos, bandera de las masas revolucionarias que destronaron a Isabel II. De nuevo el catolicismo fue religión del Estado y, aunque se toleraban otros credos, no se permitirían sus ceremonias ni manifestaciones externas. El Vaticano protestó "altamente delante de Dios" y el poder se achantó ante los púlpitos, de modo que hasta el juramento constitucional exigido a los obispos, como cargos públicos, no les obligaría a nada “contrario a las leyes de Dios y de la santa Iglesia Católica” (Javier Figuero, 2001)
Estos hechos si bien no tuvieron continuidad en aquel país ni en sus colonias por causas bien conocidas y que aún perduran en el recuerdo de mucha gente, no cabe duda que en esencia fueron inspirados por pensadores europeos como el filósofo alemán Eduardo Hartmann, el cual expone en su libro La Religión del futuro, en el capítulo titulado Evolución o innovación:
Quizá no haya existido época más irreligiosa que la nuestra, y no obstante, difícilmente se hallará otra a la cual hayan agitado más las cuestiones religiosas. Acabamos de salir de un período en que la indiferencia se aliaba a una adhesión rutinaria a la costumbre, en que el terror religioso no quería percibir incompatibilidad entre las formas religiosas tradicionales y el espíritu de los tiempos modernos. Nuestros padres eran en realidad bastante conservadores para ver en la práctica del culto una cosa conveniente, y suficiente ilustrados para reírse del que les hubiese dicho que llegaría un día en que las cuestiones religiosas recobrasen su imperio sobre el pueblo, le inflamasen y le extraviasen todavía; mas en esta conducta de dos caras, no veían ninguna contradicción.
Al mismo tiempo la crítica teológica, histórica y filosófica proseguía su obra sin darse punto de reposo (basta tener presente a Schopenhauer, Strauss y Feuerbach), y el espíritu moderno se desenvolvía con un vuelo que casi pudiéramos decir arrebatado; estas dos potencias coaligadas arraigaban cada vez más la convicción de que en los puntos más esenciales, las formas religiosas de la tradición se compadecían muy mal con la idea que nosotros nos formamos del conjunto de las cosas. Por otra parte, dos hechos demostraban el error que había cometido el indiferentismo ilustrado al imaginar, ora que la religión ha perdido su poder sobre el pueblo, ora que éste puede vivir sin ella. Por un lado la Iglesia católica se levantaba con una vitalidad que inspiraba temor y espanto, demostrando la fuerza que aún tiene para fanatizar a las masas cuando persigue este objeto con energía y constancia; por el otro y como diametral oposición a esto, la vergonzosa brutalidad alardeada por la democracia social al saludar con júbilo los horrores de la commune pariien, señalaba hasta qué punto de depravación desciende el pueblo cuando ha perdido con la religión, la sola forma bajo la que le puede ser accesible el idealismo.
Después de tan vivas demostraciones, es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que, si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la colocan en abierta contradicción.
En situación semejante, el problema religioso no puede menos de imponerse, y se explican perfectamente los esfuerzos que por todas partes se hacen para producir una religión que, armonizándose con el espíritu moderno y los fines de nuestra civilización, esté a la altura de su misión, que no es otra que la de procurar la educación ideal del pueblo. Es muy natural que estos esfuerzos se dirijan a las religiones tradicionales, ya porque el comenzarlo todo nuevamente parezca empresa temeraria o imposible, ya porque la continuidad histórica se haya impuesto a la conciencia moderna como un bien inapreciable, imposible de reemplazar, y para conseguir el cual ninguna concesión admisible debe parecer excesiva.
Sin embargo, por muy dignos que sean de nuestra estimación particular los hombres que consagran su vida a una obra de interés tan capital, cabe bien el preguntarse seriamente si el sostenimiento de la continuidad en un sentido estricto es posible todavía en nuestra situación histórica, o si, después de todo, es uno de esos momentos de la historia en que una gran idea ha recorrido todas las fases de su evolución y se ve irrevocablemente condenada a dejar la escena para ser reemplazada por otras ideas madres, no sin que deje de trasmitir a la fase de la nueva evolución algunos de sus elementos más importantes y de formar engranaje en las otras para la nueva vida que comienza a apuntar. Si se adoptase el segundo término de esta alternativa, la continuidad histórica, en su sentido amplio, se salvaría, aún cuando se verificase la ruptura con los principios directores del período anterior y la admisión de gérmenes fecundos importados de lejos.
No obstante, como todas las reformas, como todas las nuevas fases de una evolución en el interior de un mismo ciclo, proceden más o menos de la introducción de nuevos gérmenes de ideas, y por otra parte también, al terminar un antiguo ciclo y al comenzar uno nuevo, las nuevas ideas fecundantes no caen del cielo sino que se remontan a la evolución de la cultura anterior, se ve que en definitiva los dos casos no difieren más que en el grado, esto es, que su diferencia descansa esencialmente en la medida de la importancia relativa que pretenden por un lado los elementos conservados de la evolución anterior, y por otro los nuevamente importados. Que bajo este punto de vista se compare el nacimiento del Budhismo en el seno del Brahamanismo con la aparición del Cristianismo dentro del Judaísmo, y se comprenderá mi pensamiento.
Sería un error el creer, sin embargo, que la diferencia de grado o cuantitativa nada tiene que ver con la diferencia cualitativa. No acontece esto en la naturaleza; las diferencias de grado cuando traspasan cierta medida aparecen como diferencias cualitativas (considérese por ejemplo la diferencia entre el alma de la bestia y el alma humana) y llegan a producir, según las circunstancias, un cambio brusco de cualidad (recuérdese la modificación del estado de cohesión que acompaña al ascenso o descenso de la temperatura). Así es que la introducción de nuevos gérmenes de ideas y la expulsión de los antiguos principios llevados hasta cierto punto, dejan a salvo la continuidad histórica en su sentido estricto, mientras que, traspasando ciertos límites, se observa claramente la ruptura con el estado anterior y el advenimiento de una nueva dirección.
Apliquemos estas consideraciones a la marcha que sigue la evolución de la idea cristiana, y he aquí la cuestión que se presenta: ¿se ha hecho sentir la necesidad de debilitar tanto la tradición, que lo que resta no sea capaz de producir el entusiasmo religioso? Después, estas supresiones que han llegado a ser indispensables, ¿no constituyen verdaderas piedras fundamentales de la fe cristiana y no han quitado deseo de habitar un edificio privado de sus cimientos, en tanto que no hayan sido reemplazadas por nuevas piedras las que se lo han arrancado? Las reflexiones que hemos expuesto sobre la necesidad general de una religión y la imposibilidad de conservar una, hostil al desenvolvimiento de la cultura moderna, pueden sumir a muchos espíritus sinceramente deseosos del bien de la humanidad en tales angustias, que sin dejar de hallarse convencidos de que los pilares arrancados son irreemplazables, se mezan en la dulce ilusión de que una casa de tal modo probada, conserva todavía bastante solidez para invitar a los pasajeros a entrar en ella. Como ya hemos dicho, tal ilusión nada debilitará nuestro respeto personal hacia las dignas aspiraciones de estas personas, mas la probidad científica obliga a aquel, cuya inteligencia no sufre la acción perturbadora de la voluntad, le obliga, decimos, a preservarse de semejante ilusión y a reconocer con franqueza las condiciones insostenibles del edificio religioso falseado y derruido en todas sus partes por el espíritu crítico de nuestra época, abrigando la esperanza de que la insuficiencia, una vez afirmada, y la miseria cruel que esto producirá, llegarán a ser el estimulante más enérgico de la investigación y descubrimiento de nuevas ideas religiosas que vengan a sustituir con ventaja a las que ya están gastadas.
Cuando un negociante rico se declara en quiebra, hará muy mal en abusar de aquello que ha podido salvar del fracaso; pero, ¿cuál será el mejor partido que podrá sacar de su lamentable posición? Aceptarla cual es en realidad, y desplegar para levantarse pronto la mayor actividad posible. Del mismo modo urge, en nuestro sentir, que examinemos de más cerca nuestro gran libro para que sepamos cómo nos hallamos en punto a creencias religiosas y hacernos cargo de la relación que existe: por una parte, entre nuestro haber actual y la opulencia de otros tiempos, y por otra, entre este haber y las necesidades religiosas que piden ser satisfechas.
A fin de prevenir todo error, hago constar expresamente que no es mi intención el entrar aquí en polémica con los dogmas fundamentales del cristianismo positivo. Me dirijo tan sólo a los lectores que ya tienen detrás la crítica de estos dogmas, para celebrar consejo con ellos e indagar si el protestantismo liberal es capaz, como él lo afirma, de indemnizarnos de nuestras pérdidas, o en qué dirección hemos de buscar el equivalente de los bienes extinguidos.”
*Eduardo Pedro García Rodríguez
Mayo 2008.
Fuentes:
Eduardo Hartmann. La Religión del Porvenir
Biblioteca Económica Filosófica
Madrid, 1888.
 Javier Figuero. En: Revista Latina
http://www.ull.es/publicaciones/latina/2001/latina43julio/39figuero.htm







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