sábado, 17 de octubre de 2015

EL GOFIO DE CLEMENCIA




Y otra vez va de cuentos.... que no son tan "cuentos" Son retazos de nuestra vida cuando los cupones prociegos valían una perra gorda, diez céntimos de las fenecidas pesetas.

Cuando Nicasio Suárez regresó de la Guerra de España ya tenía sus primeras dos hijas y Demetria traía una nueva cada año. Con tantas hembras en casa, con unas escasas eretas con más arrifes que tierra para cultivar, un goro con una cochina negra que, para cubrirla, su compadre Sebastián prestaba al hermoso chancho macho, padre de casi todos los lechones de la vecindad, media docena de gallinas jabadas y unas cuantas jairas que ordeñar como todo capital, difícilmente se podía dar de comer a todas.

Verdad es que hay personas que nacen con estrella y otras que nacen estrelladas de antemano. Nicasio era de estos últimos. Macheteando una penca de palma para separar el pírgano y pelarlo pa’la comida de las jairas, le saltó el talajague y le vació el ojo izquierdo. Él, que había pasado por todo el fogueo del Ebro en España sin un rasguño, perdió al siguiente año el derecho cortado por una hoja de una mata de millo-chorro. Eso es nacer estrellado. La única suerte fue que le dieron la oportunidad de vender el cupón del “parahoy” por las calles laguneras


Así fue como Clemencia Suárez, a sus recién cumplidos 13 años, cogía el caminito todos los días a primera hora por los llanos de El Rodeo hacia Aguere, llevando de la mano a Nicasio, envuelto en su manta esperancera, hasta la “oficina” del cupón “pro-ciegos” frente a la Iglesia de Santo Domingo, lo lazarilleaba por las frías calles laguneras y, a las seis, devueltos los sobrantes y cobrada la escasa comisión de los vendidos, regresaban al Barranco Las Lajas.


Algunas perrillas más se agenciaba Demetria vendiendo los huevos de las jabadas, algún queso, amulán y leche mecida si se la encargaban, los baifos paridos por navidad y los lechones cuando cogían algo de peso, manjares todos ellos que la majuga de hijas veía salir de casa sin catarlos, salvo algún viejo gallo que se mataba pa’la Noche Buena o la carne salada, guardada en un tajoque de pitera, la manteca y los chicharrones cuando se mataba una cochina ya baqueteada al sustituirla por una lechona. Se puede entender que la pequeña casa del Barranco Las Lajas era la morada del perpetuo jilorio, matado con ralas de gofio en aguas de pasote o greña millo de desayuno y de caña santa o magdalena, suavemente calentada al rescoldo que guardaban los teniques, para la cena y, sobre todo, con los escachos de papas sancochadas con mojo picón al regreso al atardecer.

Dos años del cotidiano recorrer las calles de Aguere dieron a Clemencia el conocimiento y el valor de dejar atrás la casa del Barranco, con Nicasio a cargo de María del Carmen –la hermana que le seguía en la serie- y empezar a buscar un lugar donde trabajar. No eran esos años 40 propicios para los trabajadores y, mucho menos, para las trabajadoras. Las muchachas aspiraban a colocarse en una casa y solicitaban como pago la comida diaria, un lugar donde dormir y alguna ropa en mediano estado de uso y, con esos objetivos en mente, Clemencia empezó su recorrido urbano.

Primero fueron las grandes casonas laguneras de dueños con rimbombantes y sonoros apellidos, con puertas acristaladas al fondo de profundos y sombríos zaguanes y anchas escaleras que el caruncho empezaba a llenar de agujeros. A la puerta salía siempre una criada, chacarona, encofiada y estirada, consciente de su nivel social superior al de la mocosa que, apretando sus manitas p’aliviar el padrejón que le producían los nervios, si le ofertaban alguna posibilidad de quedarse en el último escalón del servicio, preguntaba muy seria “¿Y en esta casa, al comer, como enfrían el potaje?” Las respuestas oscilaban desde la más elegante que recibió en casa de un supuesto marqués –“¡Como va a ser. Revolviéndolo con la cuchara! a la más común de “¡Soplando, tonta!” Clemencia, con su eterno jilorio acuciándola, las fue despreciando una a una y bajando cada vez un poco más en la escala social.


Así llegó hasta la casa de Fulgencio Martín, uno de los “Barrenitas”, dedicados todos ellos a la fontanería o la latonería. Fulgencio “Barrenita” tenía su taller por una trasversal a la calle San Juan, cerca del trapiche de caña y la fábrica de botellas y, en la trasera del taller, la vivienda con su mujer, Candelaria, y su hijo pequeño Luis. Candelaria trabajaba como limpiadora en el Ayuntamiento en la Plaza de Abajo y vio como un alivio la posible ayuda de Clemencia para echarle un ojo a Luis mientras trabajaba en la casa. Le dijo a Clemencia que podía contar con una cama turca en el cuartito que estaba en el patio trasero, con alguna ropa y con la comida y allí surgió, como siempre, la pregunta de Clemencia: “¿Y en esta casa, al comer, como enfrían el potaje?” La rotunda respuesta no fue de Candelaria. Fue de Fulgencio “Barrenita” “¡Como coño va’ser. Echándole gofio!”


Clemencia, al cabo de unos años se caso con uno de los hermanos “Barrenitas”, Antonio, hojalatero que compraba a real las latas vacías del aceite de oliva que venía de España y a perra gorda las de leche condensada. El taller lo tenía en la calle Chávez, cerca del tejar y, como en la de su hermano, la reina de la parte trasera, la vivienda, era Clemencia que usaba la cocina para fabricar aquellos rosquetitos fritos laguneros que luego, los viernes por la tarde, a las horas en que la gente iba de visita al Cristo, los vendía al lado de los Portales de la Plaza.


Cada viernes que Luis pasaba por allí, en busca del sabroso rosquete, sabía que Clemencia le iba a preguntar “Luisito. ¿Cómo enfrías el potaje en tu casa?” y, antes de morder la golosina, daba la esperada respuesta “¡Tía. Como coño va’ser. Echándole gofio!”

Francisco Javier González


Gomera, 16 de octubre de 20

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